La literatura ha sido eje fundamental para la cultura de América Latina. Pero ya empiezan a quedarnos lejos las figuras de Rulfo, Cortázar y García Márquez

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26 de enero de 2019, 4:00 AM
26 de enero de 2019, 4:00 AM

Estamos bien entrados en el siglo XXI y América Latina no termina de encontrar una nueva constelación de autoras y autores que deje su impronta como lo hicieron las grandes voces de su brillante siglo XX. El único nombre que alcanzó a resonar un tanto fue el de Roberto Bolaño, en parte gracias a la obsesión de Jorge Herralde con su pupilo y en parte (o sobre todo) gracias a que Oprah decidió un buen día recomendar 2666 y lo convirtió en un superventas en el feudo incontestable del capitalismo más consumista. Entonces el fenómeno Bolaño adquirió tintes de fiebre en los EE.UU., el dinero empezó a llover y ese rédito económico generó una ola bolañista por toda América Latina y España con un sinfín de consecuencias.

Ya ha llovido desde todo aquello, para bien o para mal, y hoy por hoy me parece que la pérdida de Anagrama no será tanta como la de Alfaguara.

El madrinazgo de Oprah con 2666 ocurrió en 2008, hace ya más de once años, y no va a suceder dos veces. Alfaguara pujó por los derechos de Bolaño en el momento cumbre de su fama como tantos nuevos brokers compraron bitcoins en el clímax de las criptomonedas, convencidos de que aquello era una nueva panacea y de que el valor de su inversión no haría más que subir.

Sin embargo, desde entonces no ha dejado de bajar, y ya es a todas luces claro que aquella apuesta millonaria es un motivo más que razonable de arrepentimiento. La historia de Bolaño es la de un boom de ventas estadounidense que acicató la pelea entre dos colosos editoriales españoles para disputarse su lucro, y la voz de América Latina poco o nada tuvo que decir en esta historia.

El autor era chileno como podía haber sido turco, y si 2666 tuvo la repercusión que tuvo fue por su capacidad para interpelar al público norteamericano, no al latinoamericano. América Latina está tan ausente en 2666 como lo está en la trilogía de Millennium, de ahí que haya sido 2666, y no Los detectives salvajes, la obra que el mercado gringoeuropeo quiso determinar como la cumbre de un muy buen autor que, tristemente, está pasando a la historia como lo que fue hacia el final: el afortunado superventas de la principal editorial independiente de España.

Esto no pasa desapercibido para nadie, y los grandes sellos editoriales de España no dejan de buscar a un nuevo Bolaño con el que hacer caja. Atendiendo casi en exclusiva a las cifras de sus ventas y descartados los fiascos de Diego Zúñiga o William Ospina, Random House parece que da por amortizados los enormes talentos de Patricio Pron, Rodrigo Fresán o incluso Mariana Enríquez y empieza a decantarse por una Samanta Schweblin aún en sus 40 y con una comprensión extraordinaria del prisma empresarial de la literatura. Apuntando desde el comienzo a las figuras mejor posicionadas del campo literario contemporáneo –la propia Mariana Enríquez en su apogeo, el premio Casa de las Américas, Granta, Random House– Schweblin es por lejos la autora contemporánea con mayor facilidad para articularse con los nodos de poder.

Será probablemente una de las autoras más reconocibles de esta década y no cabe duda de que escribe bien y que supone un buen negocio para Random House, pero ¿realmente su narrativa encierra una propuesta diferencial, hay en ella una reflexión metaliteraria de interés, dialoga de alguna forma real con la América Latina contemporá- nea? Rotundamente no.

Estos tres rasgos están ausentes en la obra de una autora esculpida a golpe talleres literarios y de padrinos, pero en cambio estructuran y hacen brillar con luz propia la narrativa y el ensayo de Valeria Luiselli: una autora mucho menos rimbombada e incluso un tanto confinada entre el escaso mercado de Sexto Piso –entre España y México– y el suyo –el estadounidense alternativo–, pero rabiosamente creativa, orgullosamente singular y extraordinariamente intertextual. Era 2017 y todos los ojos se centraron en Bogotá, donde la poderosa mano de Hay Festival designó a dedo a 26 hombres y 13 mujeres para que fuesen los 39 iconos literarios de la década. Tres personas, tres, tendrían el poder de marcar a fuego la literatura latinoamericana de los siguientes diez años.

¿Lo tuvieron realmente? No. Para desgracia de Darío Jaramillo, la lista se condenó nada más nacer porque presentó al doble de hombres que de mujeres en el año del #metoo. La explosión del feminismo latinoamericano llegaría en 2018 con una fuerza nunca vista, se desmarcó con contundencia de los amiguismos machistas del Hay Festival, y reivindicó la obra de Margarita García Robayo, Ave Barrera, Fernanda Trías, Alia Trabucco Zerán y muchas otras autoras que están siendo, ellas sí, las auténticas artífices del cambio de paradigma en la literatura latinoamericana contemporánea.

¿Se percibe la contradicción aquí? Las instancias de poder más cercanas al capital euro-yankee insisten en encumbrar las candidaturas a estrella propuestas desde los colosos de Planeta y Random House, pero la crítica y el grito literario más puro de América Latina reivindican el talento de sus auténticas primeras espadas. Se trata de una guerra sin cuartel, aunque también es cierto que en esta lucha, como en tantas otras, no todo es blanco o negro. A veces ambas perspectivas coinciden, y ahí están Liliana Colanzi, Daniel Saldaña París, Brenda Lozano o la propia Luiselli reuniendo el aplauso tanto del mercado como de la comunidad literaria latinoamericana. Cuando se dé esa rara confluencia, anoten los nombres que les cuadren en el centro del diagrama de Venn: esos son los que van a perdurar

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