Después de cinco siglos, la obra del genio autodidacta y multifacético sigue asombrando a la humanidad

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4 de mayo de 2019, 4:00 AM
4 de mayo de 2019, 4:00 AM

“Se verán en la tierra criaturas que luchan entre ellas sin tregua, con gravísimas pérdidas y muertes frecuentes en ambos bandos. Su malicia no conocerá límites. En las inmensas selvas del mundo, sus miembros salvajes derribarán una inmensa cantidad de árboles. Después de hartarse de alimento, querrán saciar su ansia de infligirle la muerte”. Esta aterradora profecía no fue escrita por un apocalíptico bíblico. Se titula De la crueldad de los hombres. Data, año más o menos, de 1482.

Por entonces, su autor, Leonardo di ser Piero da Vinci, el genio de tan comprobable verdad, rondaba sus 30 años, y era ya “un monstruo de la naturaleza”, como se suele llamar a los súper-súper dotados. Un polímata: del griego “polimathós” (El que sabe muchas cosas).

Pero la palabra es escasa para el inagotable florentino nacido en Anchiano el 15 de abril de 1452. Porque fue –¡a la vez!– pintor, anatomista, arquitecto, palentólogo, botánico, científico, escritor, escultor (al parecer, de una sola obra: La virgen y el niño riendo), filósofo, ingeniero, inventor, músico, poeta, urbanista… Llegó al mundo, para asombro de la humanidad, a las diez y media de la noche. Autodidacta casi absoluto. Sólo aprendió a leer y escribir, recibió lecciones elementales de aritmética, y no aprendió latín –que era la base de la enseñanza–, pero fue un precoz y apasionado observador de la vida natural: animales, plantas, rocas, ríos, fenómenos celestes, y en especial y durante largas horas, el vuelo de las aves…

Un extraño episodio se convirtió en presagio: un milano voló sobre la cuna del recién nacido Leonardo, y tocó su cara con las plumas de la cola. Según la credulidad popular, eso era un signo de futura felicidad y fortuna. En 1469, a sus 17 años, entró a trabajar como aprendiz al taller de Andrea del Verrocchio: el mejor de Florencia. Pero Verrocchio era ecléctico: orfebre, herrero, pintor, escultor, fundidor…, y Leonardo, obsesivo observador, captó de su maestro el abecé de la química, la metalurgia, la mecánica, la carpintería, el trabajo sobre cuero y yeso, el dibujo, la pintura, y la escultura sobre mármol y bronce.

A partir de entonces retoma la matemática, apenas esbozada en la escuela de su niñez, domina el abaquismo – la técnica de manejar el ábaco: un prodigio que data de dos mil años, creado en la Mesopotamia, y el Adán de las modernas calculadoras. Llega a sus 20 años, y aparece registrado en el Libro Rojo del Gremio de San Lucas, que reú- ne a los doctores en Medicina.

Fue uno de los primeros en abrir cadáveres para estudiar todos los secretos de la anatomía y la fisiología. Una práctica largamente prohibida por la iglesia católica. Y de pronto y al mismo tiempo, crea el Paisaje del valle del Arno o paisaje de Santa Maria della neve, dibujo a pluma y tinta, y comienzo de su historia en la pintura, que lo abrazará como uno de sus monstruos sagrados. Pintó sólo 32 cuadros (registrados: si hay más, desaparecieron).

Pero 11 son fundamentales: La Anunciación, Retrato de Ginevra de Benci, La Virgen de las Rocas, Hombre Vitruviano (estudio de las proporciones del cuerpo humano: unión de ciencia y arte), Dama con armi- ño, La Belle Ferronière, La Última Cena, Salvator Mundi, La Gioconda (o La Mona Lisa), La Virgen y el Niño con Santa Ana, y San Juan Bautista. Por supuesto, la mayor celebridad puesta dentro de un marco es La Mona Lisa.