El poder de la narrativa (como en toda manifestación que posea impulso narrativo) yace en la humanidad que pueden transmitir al lector u oyente, sin tanto adorno

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9 de febrero de 2019, 4:00 AM
9 de febrero de 2019, 4:00 AM

Toda narrativa es ficticia. Toda, incluso aquella que se inspira en la realidad. No es como la fotografía o el arte audiovisual porque, si bien las mencionadas capturan la realidad desde donde pueden, en la narrativa el criterio de verdad se apoya exclusivamente en el criterio del escritor a cargo. ¿Acaso eso es malo? Para nada. Es, más al contrario, beneficioso.

Todos tenemos eso que se ha llamado ‘impulso narrativo’ y lo notamos cuando, en medio de la calle, nos topamos con alguna amistad y le preguntamos cómo está o qué novedades tiene para contarnos. Ahí el impulso narrativo surge y, a partir de este, podemos enfocarnos en sucesos, posiblemente alejados de la misma realidad, pero sucesos en sí.

Toda narrativa es ficticia, pero no por ello deja de ser genuina. Imaginen una novela ‘basada en hechos reales’; contará todo lo que sucedió en detalles, pero nunca, aunque los seguidores de la escuela objetiva de Flaubert me discutan, nunca contará todo lo que pasó en realidad, ni cómo se sintieron en ciertos momentos los personajes incluidos en ella, por más que un autor sea un dios omnisciente como Víctor Hugo, o una voz minimalista y poética como Cormac McCarthy; toda narrativa tiene este gen, el gen de la imposibilidad de replicar la realidad tal y como sucedió. En crónica (que está incluida como narrativa, pero no como ficción) hay criterios que oscilan entre el autor y el hecho que se pretende describir: no hay un desembarazo de esta relación.

Somos seres humanos imperfectos y, por ende, no lo plasmamos todo. No somos Dios, pero tampoco somos entes chismosos que se apoyan en rumores sin validez. Sin embargo, ese aparente defecto no lo es tal, porque ayuda a consolidar la calidad de la narrativa como hecho humano, invulnerable a ré- plica, sea novela de fantasía, de terror, de no ficción o histórica.

Recuerdo mis primeras lecturas, esas sin tanto valor preconcebido y sin la malicia del lector que ahora soy, y vienen a mi memoria fugaces sentimientos de empatía por personajes tan trágicos como có- micos; cuando el impulso narrativo me hacía meter lo que me decían los amigos al encontrarme con ellos y lo que leía de un autor como Pérez-Galdós, en un solo saco: les creía tanto a los amigos como al autor en cuestión. La respuesta a esto era el rasgo de humanidad que encontraba en ambos ejemplos.

Los detalles. El poder de la narrativa yace en la humanidad que pueden transmitir al lector u oyente, sin tanto adorno, sin tanta pretensión.

El poder de la narrativa consiste en hacer verosímil lo que no existe Una vez traté de plasmar mi primera relación sentimental. Las fugaces sensaciones, las miradas, las palabras y las caricias inaugurales que experimenté con mi primera enamorada, la sensación que surge del nacimiento de aquellas interacciones, tan libres de lascivia y sin embargo inolvidables.

De entrada acepto que esa intención fue un fiasco, no tanto porque no escribí lo que sentí en ese momento, sino porque quería clasificar lo que había nacido como una explosión emocional.

La vida no es así. No es un orden establecido ni una sucesión de hechos que van uno después del otro, sino una explosión de varias cosas ; es como, alguna vez lo dijo Eduardo Galeano, plantar arbolitos en fila, bien ordenaditos, como soldados que esperan una orden.

Un bosque tiene caos en su orden, y viceversa, y no es como una plantación artificial, y la narrativa, al ser un arte que se perfecciona con el tiempo y que trata de plasmar un tipo de realidad, al tratar de clasificar todo, termina por sonar caótica.

Puede que lea una nouvelle, un cuento, una crónica o una novela de largo aliento e igual querré encontrarle esa esencia; es decir, lo que me interesa, además del poder y el tono con el que se escribe, es el rasgo de humanidad que pueda el autor esbozar en su trabajo, y más cuando se trata de una obra de ficción que, sabemos, no sucedió ni sucederá (Asimov, por ejemplo, o Tolkien, o Bascopé, o Schweblin); sin embargo, la humanidad del robot en El hombre bicentenario o la bondad de Sam en El señor de los Anillos puede más que las épicas escenas de batalla o los procesos judiciales por los que pasa el personaje positrónico de aquella nouvelle de Asimov.

Me refiero a ese rasgo de humanidad que se encuentra en cualquier escrito de narrativa, lo que le da más poder a lo que se lee. Ese rasgo, definitivamente, gana lectores más que detractores.

La escena de la masacre en la estación de tren, en Cien años de soledad y el aparente olvido posterior de la gente de los alrededores, muestra, a partir de una aparente metáfora, la memoria de los latinoamericanos: nacimos en una cultura del miedo, y por ello todo se conecta, en ciertos momentos, para crear un silencio que es parecido a la complicidad inconsciente; la caries de Humbert Humbert (H. H.) en Lolita nos acerca a esa forma de creencia, de que H. H. no es un personaje de ficción, una creación acartonada que está ahí para que todo suceda de manera maniquea, sino una persona que, con sus defectos y virtudes, existe y sufre y goza y piensa. Ya lo dije más arriba, a pesar de ser ficción o metáfora disfrazada, el ejemplo de la estación de tren y la caries de H. H. son más verosímiles que cualquier cosa.

La narrativa, como parte de la literatura, aborda temas que no se atreverían a abordar la filosofía (a pesar de Albert Camus) o la ciencia (a pesar de Jules Verne o Ted Chiang), y la mejor explicación está en que la narrativa real, la de calidad, la que nace de un proceso de trabajo serio, tiene humanidad, sea en metáforas o en describir las costumbres o los defectos de los personajes; encontrar humanidad en estos trabajos hace que valga la pena la lectura. Quizá, por eso, el problema de cierta narrativa (local, nacional, mundial) no reside en el estilo, sea minimalista o barroco, poé- tico e hiperrealista, sino en que aún no encontramos humanidad entre sus líneas.

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