El británico es una leyenda viva. Trabajó con titanes como Laurence Olivier y John Gielgud, se mudó a París donde creó una forma teatral basada en la simplicidad

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4 de mayo de 2019, 4:00 AM
4 de mayo de 2019, 4:00 AM

Dice Peter Brook que no le gusta que le traten como a una leyenda. “No me veo así. Sólo trato de hacerlo siempre lo mejor que puedo. Nada más”. Sin embargo, no hay duda de que este venerable británico, a sus 94 años, es el director teatral más influyente del mundo, una auténtica leyenda. La Fundación Princesa de Asturias le ha reconocido con su galardón en la categoría de las Artes.

El jurado presidido por Miguel Zugaza ha elegido a Brook por encima de 40 candidatos y lo cierto es que es difícil encontrar a una persona que tenga más méritos. La historia de Brook es la historia del teatro en el siglo XX.

Hijo de judíos rusos emigrados a Inglaterra, se formó en el prestigioso colegio St. George, después en la Westminster School, en la Escuela Gresham y en la Universidad de Oxford. En 1943, a los 18 años, debutó en Londres con el Doctor Faustus de Marlowe. Poco más tarde comienza a revolucionar el teatro clásico inglés en Stratford, la cuna de Shakespeare. En la Royal Opera House dirige una fastuosa versión de Salomé, con decorados de Salvador Dalí.

Después llegará su deslubramiento por el teatro cruel de Artaud y sus colaboraciones con la Royal Shakespeare Company. Allí dirigió a auténticos mitos como John Gielgud (Medida por medida), Laurence Olivier (Tito Andrónico) o Paul Scolfield, su rompedor Lear. Fueron años de hallazgos, de devolverle a Shakespeare la vitalidad y energía que adormecía tras una capa de polvo y reverencias.

“Lo que hay que hacer con Shakespeare es acercarse a él como si fuera la primera vez, olvidándote de las reglas y las tradiciones. Igual que con la ópera. Nunca deben parecer piezas de museo, sino algo vivo”, aconsejaba en esta entrevista concedida a El Mundo, la última vez que visitó Madrid. Con la Royal Shakespeare Company también alcanzó un hito con su Marat/Sade, un rompedor montaje que llevó a Broadway, donde ganaría el Tony.

En los 70, junto a Michelin Rozan, Brook dio un salto creativo y fundó el International Centre for Theatre Research, un centro de investigación teatral, que persiguió los conocimientos de Oriente Medio y Asia.

Comenzó una nueva carrera para él. En París fundó el legendario Theatre Bouffes du Nord, sobre un escenario medio en ruinas. Este tempo aún hoy sigue siendo la casa de algunos de los creadores contemporáneos más importantes como Pascal Rambert.

En los 80 estrena su monumental Mahabaratta, un monumental montaje de nueve horas de duración sobre un poema épico indio que causó un fuerte impacto a toda una generación. Desde hace años, Brook sigue entregando puntualmente sus montajes en los que siempre va a la esencia, una simplicidad terriblemente difícil de conseguir y que le ha hecho famoso en todo el mundo.

Además, de director teatral, Brook ha ejercido de cineasta rodando muchas de sus poderosas puestas en escena y como escritor cabe destacar sus memorias y su ensayo El espacio vacío, un lúcido tratado para cualquiera que quiera entender de qué trata realmente el teatro.

¿Cuáles son los recuerdos más antiguos que tiene de España?
Algunos son verdaderamente antiguos. Diría que llevo viniendo a España toda la vida. Bueno, me acuerdo de las primeras veces porque las conté en mi libro de memorias (Hilos de tiempo; Siruela, 2003). Los primeros viajes a España fueron a la Costa Brava. Fui muy joven con mi mujer (Natasha Parry). Estábamos en Palamós, teníamos amigos que nos llevaban a ver espectáculos de flamenco, bailes... De ahí salió un Romeo y Julieta bastante agitanado que hice años después. También nos llevaban a ver a Salvador Dalí, que nos hizo los dibujos para el vestuario de Salomé. Luego nos los robaron, esa historia ya la he contado.

¿Recuerda lo primero que conoció de la literatura y el teatro español?
La vida es sueño(pronuncia el título en español). Es la primera obra que conocí y una de las que no me van a abandonar nunca porque creo que en ella está el descubrimiento de que la risa es el mayor regalo que nos han hecho los dioses a los hombres. 

Se supone que la identidad de los españoles tiene que ver con el teatro y con la pintura, más que con otras artes.
Está el Prado, está la música popular, hay una riqueza y un color. Yo asocio España a los muchos amigos que he tenido allí, lo mucho que hemos bebido y comido y disfrutado.

Sé que hay mil formas de hacer buen teatro y que unas pueden ser contradictorias con las otras. Pero ¿tiene una manera de definir qué es el buen teatro?
Tiene que ver con la capacidad de crear experiencias, momentos intensos que toquen a un espectador, que le digan algo de su vida. Mire, un trabajador pinta solo, la belleza que crea es suficiente en sí misma. Eso, en el teatro, no sirve. El teatro es imposible si sólo hay una persona, ni siquiera con dos. Hacen falta tres personas para hacer teatro. Hace falta una audiencia que es corresponsable de la obra. En los viejos tiempos, todos teníamos en la cabeza la idea de que la belleza era la que lo justificaba todo. Hoy, me parece más importante la comunicación, tocar al espectador.

¿Puede intelectualizarse la emoción? ¿Entender qué nos conmueve y por qué?
Todo en la vida se puede intelectualizar, también la emoción. Hay teorías sobre todo, hay mil libros sobre las corridas de toros, por ejemplo, pero en el momento de la verdad, lo que importa es la comunicación, transmitir algo, y eso sigue siendo impredecible, casi como un regalo. Y eso vale para un torero igual que para un cantante o un poeta.

¿Y qué cosas le emocionan a estas alturas de 2019? ¿La poesía, la arquitectura, alguien guapo con quien se cruce por la calle?
Me emociona ser consciente de cada momento. Ser consciente de leer un libro, de trabajar, de hablar con usted por teléfono... Por supuesto que una cara bonita también me puede conmover. Mire, me acuerdo de nuevo de Dalí, de la época en la que trataba con él. Me acuerdo que un día nos enseñó un lienzo que acababa de pintar, un retrato precioso de un niño. Pues por muy precioso que fuera el cuadro, lo importante no era el cuadro, lo importante era la emoción de descubrir aquel cuadro. Lo importante era el momento irrepetible.

¿Vendrá a Oviedo a recoger el premio? Claro que sí.