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30 de junio de 2018, 4:00 AM
30 de junio de 2018, 4:00 AM

“El monumento tiene las mismas proporciones que una montaña. Su altura es un remate de flechadoras cúspides”. El monumento de Raúl Otero Reiche es la selva, la verde maravilla, la naturaleza en continua transformación que “cumple con la vida y con la muerte”.

La montaña es el espejo o una imagen enfrentada a la vibración verde, que no se traduce en la proyección fija de la imagen de la montaña, sino en el discurso del tiempo a través de la diáspora de imágenes de lo verde, que no se asienta, ni reposa, ni cede. Este espejo es un cruce de imágenes que configura, además de una comparación, un doble movimiento de aceptación y negación de referente: ¿por qué hablar de la selva a través de la montaña? Para Otero Reiche, según Eduardo Mitre, nombrar es “fundar el ser […] fundar el ser cruceño, fundar el ser nacional y, en un ámbito mayor, el ser latinoamericano”.  Si seguimos esta lectura –rastreable desde América, el extenso poema que inaugura su obra– queda hacer el matiz a la afirmación de Mitre: la fundación tiene que ver el establecimiento de una contrapartida, una especie de pregunta y respuesta anticipada, en la que la identidad de la voz dibuja su territorio a partir de las fronteras, las vías comunicantes, los grandes ríos y mares. 

Ha sido tarea de la investigación sobre los imaginarios del oriente en Bolivia el acercamiento a la voz de Raúl Otero Reiche como el poeta de Santa Cruz: selva indómita, ciudad colonial, ciudad asediada por la selva, espacio en el que la relación hombre y naturaleza se establece en códigos distintos. Pero, ¿distintos a qué? 

El imaginario que construye Otero Reiche es el que se configura en los escenarios que habitan más allá de los márgenes andinos desde los que articulamos este abordaje: la montaña es el signo privilegiado de esa parte de la poesía y literatura en Bolivia que hemos leído y estudiado como aquella que vale, la que se lee y se debe leer… o eso es lo que sabemos de este lado. En distintos ámbitos –cultural, político, social, económico– ese segmento de espacio que en la escuela se ha convenido en llamar “el llano boliviano” es objeto de evasión, abandono e ignorancia desde el ámbito andino del poder. En los países andinos, el oriente es un espacio “considerado siempre de menos importancia y visto como el otro país del país”. Un lugar que, de hecho, se expresa como una cultura diferente, ligada ya no al mundo ‘serrano’, andino, tan despreciado en los pueblos de las áreas amazónicas del llano, sino como la cultura de los ‘chunchos’, como se llama con desdén a los indígenas de estas áreas, en un enfrentamiento de miradas donde cada cual ejerce una forma de discriminación.

Podemos aventurarnos a afirmar que la preocupación central de Otero Reiche, desde América, es la definición de un espacio, su recorrido puntilloso, la demarcación de sus orígenes, la obsesiva conminación de la mirada a una suerte de garantía de existencia de las cosas del mundo. Esta garantía es, deliberadamente, una manera de entender el hecho de mirar y ser parte y contraparte de lo que se está mirando: si la fundación del ser es el núcleo de esta poética, los mecanismos que pone en marcha este núcleo son los de la didáctica de un discurso estructurado para el otro, para la idea de la otredad en la que convergen, de forma contradictoria, la voz poética y el lector de esta voz. Sin negar completamente la condición que se le ha dado a Otero Reiche de poeta de la selva que “compuso la mayor sinfonía de amor a su tierra, a su gente, al hombre, a la vida”, se busca entender la forma en la que esta poesía configura a la selva, a la relación hombre-naturaleza. 

Estructurado a través de secuencias de imágenes, América presenta los escenarios del descubrimiento y el espacio que se descubre a través de una mirada que cruza la historia con la memoria, la vocación geográfica y una suerte de conversión estetizante. La perspectiva es la de aquellos que llegaron y descubrieron: el ejercicio de la fundación a través del lenguaje se proyecta desde un lugar hegemónico, desde el lugar de poder de la colonización. Así, la voz poética, en este poema  encarna la visión de los descubridores, que celebran el descubrimiento también para los intereses de la corona: “Un nuevo mundo virgen, Santa Isabel. / Y qué no hubieras hecho por merecerlo en tus brazos con un canto de cuna, / porque era solo tuyo, no de Fernando ni de nadie / era hijo de tu entraña sentimental”. La emergencia-descubrimiento de este espacio a través de la mirada ocurre desde el tiempo y espacio de la navegación, en la que el viaje y el encuentro de una búsqueda significan, para la voz poética y para el lector,  una articulación histórica. 

La extrañeza y consecuente nostalgia frente al espacio geográfico y cultural americano es innegable, pero junto a ella se levanta un discurso celebratorio, presente en toda la poesía de Otero Reiche, símbolo que lo sostiene como el poeta del oriente boliviano. Ante el lujo de la tierra, el hombre americano se yergue como río de pie ante quien se abren los caminos diversos de las tierras amazónicas: “El hombre de la América / no envidia ni los Alpes ni extraña el Pirineo, / más vida, más belleza, más luz hay en el aire / del nuevo continente”.

El hombre frente al espacio y como definidor de este deviene la figura descollante de la poesía de Otero Reiche. Este hombre es misterioso, puro, fecundo, ágil, profundo, franquea el espacio con soberbia porque ha sido germinado en él, ha nacido de él: el conocimiento y dominio de su espacio tiene que ver con una visión funcional de su relación con la naturaleza: el hombre de la América “sabrá partear montañas / y fecundar la tierra; será minero, artista, guerrero y sembrador, / y en Moxos el jinete que dome los baguales / de espuma de los ríos”. Esta centralidad del hombre es también un rasgo de la utopía humanista, que responde al ideal del hombre clásico “amoldado por el sentido de responsabilidad personal y por los cánones de la razón, de la dignidad individual y del dominio de los instintos animales”. A este hombre es al que espera América, como una ofrenda que conlleva una desaparición de la humanidad para y en la naturaleza. Aquí el giro de Otero Reiche: “Tu ofrenda, tu holocausto es lo que espera / el porvenir que abonará tu muerte”. La definición de una identidad retorna al espacio como ente matriz, de madre y hembra que se posee y, en la fecundidad como eje de la identidad, celebra la entrega: “Este hijo nuestro cantará dormido, / este hijo nuestro, gajo de esperanza, / llama de ensueño, tiene un nombre: Amor”. Esta entrega termina siendo la de la propia corporalidad de la voz, su pérdida en el espacio, para él:

“Mi corazón es la colmena/Y mi cerebro el hormiguero./ Vibran mis músculos de boa, se abren cantando mis arterias. /Mis labios sangran en el grito de luz y aroma del clavel. Yo soy el hombre de la selva, perfume, cántico y amor/Pero encendido de relámpagos/Pero rugiendo de huracanes./ Yo soy un río de pie”. 

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