El espacio cultural abre su Ciclo de Arte con un homenaje de seis meses al poeta y pintor paceño, uno de los artistas más importantes de la primera mitad del siglo XX

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17 de noviembre de 2018, 4:00 AM
17 de noviembre de 2018, 4:00 AM

La Casa Melchor Pinto celebra su segundo aniversario dando inicio a su proyecto denominado Ciclo de Arte, que se inaugura con un homenaje al artista boliviano Arturo Borda, a través de una exposición de bocetos inéditos de sus obras y tres cuadros importantes. El ciclo se prolongará por un periodo de seis meses y estará acompañado por un ciclo de conferencias acerca del artista y su obra.

La muestra se inauguró el jueves y marca el inicio de actividades de la Casa Melchor Pinto con el apoyo de Repsol Bolivia, en el marco de un convenio cuyo principal objetivo es abrir espacios para que el público pueda acceder y conocer la obra de grandes artistas bolivianos, cuyo aporte no es conocido en toda su dimensión. La exposición dedicada a Borda estará abierta al público hasta el 15 de abril de 2019. Los visitantes podrán apreciar más de 63 dibujos de los bocetos de sus pinturas, tres cuadros representativos, entre los que se destacan El retrato de mis padres y El yatiri. Además, estará a la venta el libro Borda 1883 -1953, de Pedro Querejazu Leytón.

El ciclo de conferencias del experto en la obra de Borda se inició ayer y están dirigidas a estudiantes de arte, artistas, gestores y personas interesadas en la vida y obra de este emblemá- tico artista. Durante los tres meses de exposición se realizarán conferencias mensualmente. “Arturo Borda es un artista misterioso, poco conocido y mal comprendido. Es un artista que ha pasado de ser relegado e incomprendido por sus coetáneos, hasta convertirse en un mito contemporáneo, mito en un país que construye mitos para todo. Fue un hombre polifacético y, entre muchas actividades, también fue escritor.

Creo que, probablemente, se sentía más a gusto como escritor, en medio de un importante grupo de amigos poetas y escritores activos en La Paz, que como pintor durante la primera mitad del siglo XX”, explica Querejazu. La Casa Melchor Pinto realiza estos ciclos de arte con el objetivo de generar un espacio de enseñanza para jóvenes y adultos que tengan interés en temas de historia del arte, apreciación e interpretación artística, mediante la exposición de las obras de grandes artistas, así como de una serie de conferencias y actividades que promuevan la discusión y el debate.

El artista
Arturo Borda inició su contacto con la plástica a finales del siglo XIX, pasión que no decayó hasta el fin de sus días y por la cual durante las tres primeras décadas del siglo XX fue ampliamente reconocido en los circuitos de la capital boliviana. Ubicado dentro de las escuelas modernista y simbolista, sus incipientes trabajos como profesional son reflejo claro de la juventud creativa que atesora. Paisajes y retratos por doquier, con un tono de rebeldía y virulencia propio de su espléndida y novedosa relación con lo plástico, dominaron una primera etapa desbordada por el color.

Autor prolífico y con un eclecticismo a la altura de pocos en su generación, posee una producción que, pese a la dificultad para establecer un catálogo riguroso de toda su trayectoria (debido a pérdidas y vicisitudes de diversa naturaleza), es tan ingente que entre 1915 y 1919 se expusieron cerca de 350 cuadros propios entre La Paz y Buenos Aires, hecho que da un toque de cuantiosa distinción a su, a veces olvidada, genialidad. En su faceta como articulista, poeta y escritor, también manifestó al margen de su valía profesional una disposición y activismo político y sindical centrado en la defensa férrea de convicciones desde una vertiente anarquista a favor del mundo obrero, trabajador e incluso por el colectivo indígena.

De formación autodidacta, empezó a pintar a los 16 años; se inició con retratos y paisajes de tono ecléctico y modernista, destacándose como un excelente retratista; prueba de ello son los retratos que hizo a su hermano Héctor (1915), a su madre regando plantas (1930) y a sus padres (1943), considerado este último una de las obras más destacadas del género en el continente americano. Su sensibilidad social le llevó también a tratar temas en los que se incluía al indígena, junto a una amarga crítica hacia la sociedad que él tachó de hipócrita e insensible (Filicidio, 1918).

La última parte de su vida estuvo marcada por alegorías pictóricas estrechamente relacionadas con lo desarrollado en su libro El Loco, tal es el caso de su Crítica de los ismos y el triunfo del arte clásico (1948), en el que, divididos por una diagonal, están representados sus ideales estéticos: el Illimani, el Partenón, la Venus de Milo, Homero y Pericles, a un lado. Al otro, los ismos que detestaba: surrealismo e indigenismo, de los que se ríe la naturaleza, representada por el rostro de mujer, la kantuta y el colibrí, símbolos del país y del refinamiento y delicadeza estética. Como paisajista, retrató las bellezas del altiplano con una delicada gama cromática.

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