Opinión

50 años del hotel Cortez

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10 de agosto de 2018, 4:00 AM
10 de agosto de 2018, 4:00 AM

“Una empresa familiar (EF) es aquella cuyos propietarios son los mismos que la dirigen, es decir, la cultura de la empresa es reflejo de la cultura de la familia”, reza una sentencia del experto en EF, Dr. Santiago Dodero, del Instituto de Alta Dirección de Buenos Aires. Aquello, que en principio es una fortaleza, puede convertirse en una de las principales causas para el desmoronamiento de una EF por los conflictos entre familia y negocio. La estadística en América Latina es muy drástica: 2 de cada 3 EF no sobreviven a su segunda generación. La gestión se ve afectada por presiones de índole familiar en la selección de recursos humanos, no siempre competentes y calificados. Los roces y conflictos por el control de la empresa amenazan la relación entre parientes. La incorporación de las nuevas generaciones produce celos y rivalidades. La sucesión no siempre es producto de una planificación y afecta los lazos de unión de la familia.

Por todas estas razones, que una empresa familiar boliviana llegue al medio siglo de vida –en su mejor momento, y con muchos planes de expansión y crecimiento– es un caso de éxito digno de destacarse. La figura de un visionario –Martín Cortez James, mi padre– que inspiró, creó, construyó y dejó como legado a su descendencia su proyecto de vida, el hotel Cortez, es quizás el secreto detrás de esta historia.

La historia de este hotel –su génesis, su filosofía de vida, su concepto de calidad– está indisolublemente imbricada con la historia personal de su creador. Un autodidacta que nace en la pobreza –al pie del salar de Uyuni– y tiene que enfrentarse a las duras adversidades de la vida trabajando desde su niñez. Fue ayudante de carpintería, asistente de laboratorio de ensayos y pruebas de materiales, moledor de piedras, engrasador de ingenios mineros, hasta que, a los 16 años, atravesó el país para ir a luchar en las ardientes arenas del Chaco. Después de esa campaña, al volver a los “socavones de angustia”, le encomiendan la atención de los campamentos. La caída y volatilidad del precio de los minerales lo empuja a buscar nuevos horizontes en los valles bolivianos, como contratista de comedores de compañías constructoras y petroleras. Transcurren muchos años –alejado de los suyos– viviendo en campamentos al borde de carreteras en construcción. Una de esas carreteras lo trajo a Santa Cruz.

En 1960 tuvo la idea de abrir un balneario, que bautizó como La Poza del Bato, en las afueras de esta “amable ciudad vieja” de calles ardientes y polvorientas. Esos fueron los inicios del hotel, que coincidieron con el despegue de la economía cruceña. Ocho años más tarde, convirtió el balneario en uno de los hoteles más modernos de Santa Cruz de la Sierra con 12 habitaciones, tres chalets, un restaurante y la piscina. En estos 50 años, con múltiples ampliaciones, su proyecto se convirtió en una verdadera escuela de la “industria sin chimeneas”. En 1993 –al cumplir las bodas de Plata– supo pasar la posta y preparar una ordenada transición para que la segunda generación se haga cargo. Los órganos de gobierno de la EF (Directorio, Asamblea Familiar, Consejo de Familia) permitieron profesionalizar la gestión y enfrentar los nuevos retos con mayor fortaleza y esperanza.

Desde hace 50 años, lo “cortez” de la ley de la hospitalidad cruceña se escribe así, con zeta.

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