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26 de noviembre de 2018, 3:00 AM
26 de noviembre de 2018, 3:00 AM

De no creer lo ocurrido en Buenos Aires con la llamada “final del mundo” o la “final de todos los tiempos”. La que debía ser la oportunidad de mostrar al planeta la capacidad que tiene el fútbol sudamericano y argentino de organizar una maravillosa megafiesta deportiva se transformó en otra pesadilla, que desnuda enormes fallas estructurales de la realidad sudamericana y, argentina, en particular. El problema no es el fútbol, el problema es Argentina, afirman algunos analistas de la vecina nación, quienes han disparado adjetivos atroces para calificarse a sí mismos. “País de enfermos mentales”, “país barra brava”, “país desquiciado”, “país dañado”, han titulado algunos intelectuales argentinos de la talla de Martín Caparrós y Ernesto Tenembaun, cabreados con los escándalos cotidianos, que han tenido como corolario el monumental bochorno de la histórica superfinal postergada. 

La única certidumbre que tiene la definición de la Libertadores es la incertidumbre, agrandada por las incesantes especulaciones de varios periodistas deportivos argentinos. Boca pide ganar el título en mesa y River jugar en su estadio repleto de hinchas. La primera pulseada será en las oficinas de la Conmebol, vapuleada por sus bochornosas indecisiones. Se barajan ideas extremas, como la entrega de la copa a Boca, sin jugar, o que la final más incierta del mundo se dispute en un estadio de otro país.

Cuánto duele ver así a Argentina, la nación que le dio al mundo el único papa sudamericano, los dos mejores futbolistas del planeta y algunos premios nobeles. El escándalo del Monumental fue interpretado por los críticos a Macri como una señal del retroceso de su país, sede esta semana de la cumbre de los 20 presidentes más poderosos del globo.

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