Opinión

Carta abierta para Andrés Lladó

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18 de agosto de 2019, 4:00 AM
18 de agosto de 2019, 4:00 AM

Mi querido y admirado Andrés (hoy más admirado que nunca): he leído con el corazón en la mano una a una las líneas tan bien escritas por Silvana Vicenti, y publicadas el viernes en EL DEBER, en las que recoge parte del drama que vive usted y su familia por causa de un mal al que tan poca atención prestamos como sociedad, pese a los estragos que causa en millones de hogares bolivianos y del mundo entero.

Ese mal se llama alcoholismo, una enfermedad considerada progresiva, degenerativa y, peor aún, sin cura, pero que puede ser controlada e incluso prevenida. Duele hablar de este mal, encararlo de frente y más todavía, asumir públicamente que se padece del mismo. Usted acaba de hacerlo y por eso mi admiración por usted es ahora mayor.

Es cierto que las circunstancias vividas en los últimos días lo han llevado a abrir la puerta de su alma, y mostrar su corazón al desnudo. Lo ha hecho con una dignidad que asombra y una poesía triste que enternece, a pesar de la brutal realidad que refleja. Una realidad durísima que se resume en la soledad y tristeza que le acompañan cada noche, a las que contribuye la infelicidad de no poder ya compartir y ser parte de su hogar.

Una ausencia que mal haríamos en pretender cargarla como “culpa” de sus seres más queridos, a los que estoy segura les duele tanto como a usted estas heridas que sangran ya sin consuelo. Quienes han vivido o viven dramas similares saben muy bien cuán difícil es batallar contra el alcoholismo de un ser amado, el tesón puesto en cada intento por alejarlo de la droga (sí, el alcohol es una droga) y la angustiante desesperanza tras el fracaso, uno tras otro.

Estoy segura también que este dolor es compartido por sus amigos más queridos, por sus jefes y colegas de cada uno de los espacios laborales donde usted ha impreso su mágico sello personal.

Una huella enriquecida por el arte y el buen humor. ¡Vaya paradoja, usted que ha sido uno de los mejores exponentes de la alegría y que tanto ha hecho por alentar la risa fácil, hoy está carente de ambas! Tampoco es justo cargarles a ellos la culpa de las tristezas que hoy lo agobian.

En realidad, es difícil hablar de culpas. Acá no hay delito. Lo que hay es resultado de una cadena de desaciertos cuyo origen no es apenas uno. Hay más de una causa que nos lleva a desarrollar esta enfermedad, y esto es algo de lo que también evitamos a hablar en serio, sin medias tintas ni falsos compromisos.

Tal vez su valentía al dar este testimonio de vida, querido Andrés, nos obligue a encarar el alcoholismo como lo que es: una grave enfermedad que amenaza convertirse en peste, si acaso no somos capaces de asumir un compromiso sincero para frenarla, combatirla y prevenirla.

Un compromiso que debe partir de todos, y no solo de quienes ya padecen el mal (los propios alcohólicos y sus familiares). Hay que ser conscientes que para lograrlo no basta un acto de voluntad por parte del enfermo, sino una acción de amor en cadena que incluye entre sus eslabones a los amigos próximos y lejanos, a los actores públicos y privados, y a los medios de comunicación.

La primera tarea bien podría ser sellar un pacto para considerar al alcohol una droga, tanto o más dañina que el cigarro, a la que vetemos de plano en nuestro día a día, y en las celebraciones a la vida que cada vez más terminan en dramas y luto, por causa del excesivo consumo de alcohol.

Que no nos acobarden las voces en contra, esas que alientan a beber alcohol sin límites en cantidad y de edad. Esas voces que dicen que no hay fiesta sin trago, ni alegría sin alcohol.

Esas que celebran el que cada vez más adolescentes engorden las estadísticas del alcoholismo. Esas voces que se enriquecen con dramas como el que vive hoy usted, Andrés. Ojalá, mi querido y admirado Andrés, que su valentía nos contagie a todos para interpelar a quienes aún creen que el alcoholismo es mal de pocos y ganancias de muchos.

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