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11 de octubre de 2018, 4:00 AM
11 de octubre de 2018, 4:00 AM

Cada pueblo construye sus propios mitos y verdades. En determinado momento, no se tiene clara la delgada línea que cruza ambas dimensiones. En algunas circunstancias los relatos o las invenciones tienen más asidero que las realidades porque han sido asumidas por la gente, se han vuelto creencias, representaciones, imaginarios indiscutibles, instalados por generaciones. A fuerza de impulsar y reproducir afirmaciones a lo largo de la historia, las narraciones logran tener más poder que la propia realidad, o bien esta se relativiza al extremo de no interesar si es verdad o mentira, simplemente es. La investigación histórica intenta permanentemente acercarse a los hechos tal cual fueron, pero queda a veces perpleja ante el peso de la apariencia: personajes inventados, acontecimientos que fueron agrandados o, de pronto invisibilizados.

Uno de los agentes más poderosos para crear y recrear realidades es el Estado en su pretensión de construir una nación. El Estado está en la permanente búsqueda de elementos que sirvan de cemento en la sociedad, buscando construir objetivos comunes, un anhelo común, una emoción que sintetice a todos en el marco de una gran diversidad. A este proceso los autores de la ciencia social han denominado hipostatización, que consiste en recoger elementos de la realidad para luego reinventarlos y crear símbolos que den cuenta de una historia común, de lazos simbólicos, de un nosotros frente a él o los otros. A la larga se va creando un efecto de verdad que se plasma en burocracias, instituciones de papel, o peor aún, en patrones de comportamiento que no cuestionan, solo se repiten.

Es de alguna manera el caso de la “causa” marítima en nuestro país. Una historia que duele porque parte de una realidad en que se arrancó un pedazo de territorio, como también fue el Acre o el Chaco, pero en este caso particular, el mar tiene la fuerza de la ilusión pero también de la justificación de nuestro atraso, de la carencia, de la deuda histórica, de la rabia contenida. En ese sentido, desde niños nos alimentamos de una serie de elementos simbólicos alrededor del mar. Todos los aparatos institucionales se encargan de fomentar esta visión: el Litoral, el 23 de marzo, los desfiles cívicos, el servicio militar, el hacer patria reivindicando el mar para Bolivia, las banderitas celestes agitadas al aire, entre muchos otros, que van dejando una huella de dolor en el eco de un himno que anuncia que esos territorios en los que hoy habitan extranjeros “otra vez a la patria volverán”.

Hemos ido alimentando un sueño, una ilusión que por muy genuina que sea, es una historia de muchas derrotas, de negociaciones infructuosas donde le hemos arrancado “al enemigo” un párrafo, una afirmación, una esperanza. En ese mismo sentido se han desplegado los últimos esfuerzos ante la corte de La Haya, que desde esa persistencia pueden tener sentido, pero vistos en un contexto más amplio, han sido funcionales a la reproducción del viejo patrón de lucha, una vez más infructuosa, por la causa marítima que promete llevarnos “a la dicha y bienestar”.

¿No será hora de cuestionar este imaginario que solo nos ha llevado a acumular derrotas? ¿No será momento de cambiar de rumbo la conciencia colectiva y buscar otros imaginarios que nos integren de manera victoriosa, en los que podemos lograr cierto protagonismo como, por ejemplo, vencer nuestras propias limitaciones? Corresponde quizás dejar de insistir en seguir profundizando esta huella y vislumbrar el desafío de mirarnos y pensarnos de manera diferente.

 

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