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13 de abril de 2018, 4:00 AM
13 de abril de 2018, 4:00 AM

Era mayo de 1980. Bolivia tenía la ilusión de la democracia, pese a los muchos tropezones desde la histórica huelga de hambre de 1978. En el resto del Cono Sur las dictaduras militares se mantenían aferradas al poder, a la violación de los derechos humanos y a la repartija de los dineros públicos.

En Brasil, país pionero en instalar la Doctrina de la Seguridad Nacional con el golpe de 1964 y con el empeño de convertirse en un subimperialismo regional, apenas asomaban las medidas para abrir lentamente una vía democrática con elecciones directas. Algunos perseguidos de esa época llegaron a La Paz para explicar las diferencias de su propia lucha. Así conocí a periodistas y a gente vinculada a las famosas Comunidades Eclesiásticas de Base (CEB), importante soporte del recién organizado sindicato de metalurgista del ABC, entre ellos del lugar más combativo, Sao Bernardo do Campo, en el estado más industrializado, Sao Paulo.

Aún el nombre de Luiz Inácio da Silva era un eco lejanísimo y apenas se repetía su apodo, Lula. Fui invitada a cubrir la marcha del 1.º de Mayo, que se suponía una de las primeras manifestaciones obreras en ese ambiente de apertura bajo el mandato civil de Joao Figueiredo. Atrás quedaba la etapa más dura del terror militar bajo Garrastazu y  Geisel.

En la noche, junto con otros amigos, preparábamos la caminata hasta el ABC paulista. Pocas personas acostumbraban participar en la conmemoración del Día del Trabajo. Fue una primera sorpresa para mí, pues desde que fui a mi primera concentración, en 1972, había comprobado la importancia de la fecha para el proletariado boliviano.

En Brasil casi todos salían de paseo. Cuando llegamos a la concentración, un grupo que defendía a las corrientes homosexuales logró ponerse a la cabeza de la marcha. No entendía por qué no les daban paso a los obreros. También era muy fuerte la protesta de las personas con discapacidades, asuntos que ni asomaban en La Paz. Finalmente se hizo campo para la columna de metalurgistas. No recuerdo si estaba Lula frente a ellos. Lo conocí poco después, barbudo, abrazando a su amada esposa y, sonriendo, me comentó que su ideal eran los mineros bolivianos, que quería seguir su ejemplo. Habló de la necesidad de unir la lucha sindical con un partido propio de los trabajadores.
Sencillo, directo, muy influido por valores católicos. En sus diferentes etapas como candidato, la consigna más fuerte del Partido de los Trabajadores era la ética, la honradez. Como otros socialistas, en algún momento perdió esa brújula. No tanto como los sandinistas de Daniel Ortega, pero suficiente para quedar embarrado, desde sus asesores, secretarios, parlamentarios.

El PT que decía “sin miedo a ser feliz” deja un país violento, dividido y sumido en la porquería que alcanzó a expandirse a todo el continente. No es creíble pensar que si tantos presidentes sabían cómo actuaban las empresas constructoras, Lula lo ignoraba. La primera causa es solo el inicio, aún hay seis temas que podrían enterrarlo más y quién sabe a quiénes arrastrará en esa caída.

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