Opinión

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El alimento de la felicidad ha sido encontrado, y no es un cuento

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19 de noviembre de 2018, 6:55 AM
19 de noviembre de 2018, 6:55 AM

Las carcajadas empezaban a sentirse desde antes de que los cuerpos se hagan visibles. Uno, al escucharlas, bien podía deducir que los dueños de aquella gran alegría pertenecían a personas millonarias o a seres humanos que no eran víctimas de ninguna enfermedad y que tenían la vida asegurada. Con papá y mamá sentíamos la algarabía que volaba como un ave a medida que avanzábamos por las sendas y cuando oíamos las sonrisas a voz en cuello sabíamos que el rancho estaba a la vueltita del camino. Hombres y mujeres sentados en una ronda alrededor de un fuego hablador donde calentaban una caldera tiznada, amparados por un poro de hierba mate que alguien cebaba con alegría, como si en sus manos tuviera la respuesta a la felicidad que todo el mundo busca desde épocas inmemoriales.

Eran personas con vestimentas modestas. Algunos con pantalones cortos y sandalias curtidas por la tierra caliente del Chaco Boreal. Mamá y papá llegaban con víveres para intercambiar con ellos con animales de corral y el maíz potente que brotaba en los tiempos en los que la gente solía decir con total seguridad que la vida, por sobre todas las cosas, era muy bella.

Y yo les creía cada vez que veía a la gente tomar mate. Lo tomaban en los ranchos de Pipi y en la casona de la tía Nena que acostumbraba a contemplar la luna y a recordar las glorias de un mundo que ya no es. Lo tomaba la tía Dorita y la tía Mecha, la tía Chinga y la tía Elvira lo sabía tomar incluso los domingos en la tarde para matar los nervios que le provocaban las carreras de motos en las que el tío Lito volaba con sus alas de hombre soñador. Y lo tomaba papá cuando mamá le recordaba que ya eran las 10 y que había que apagar el motor de carpintería para empezar a cebar. También lo tomaban en la casa de los de al lado y en las de más allá porque el mate era el origen de una dicha que no lo daba el alcohol ni los viajes al Caribe, porque los viajes al Caribe eran tan lejanos como pretender ir al mismísimo sol.

Y aquellos años de inocencia no era difícil percibir que la gente empezaba a sonreír como por arte de magia, como si los problemas, al ver el mate en la mesa y en las manos, se mandaba a cambiar a otra parte. Mucho tiempo después, supe que la ciencia incorporó a la yerba mate dentro de la lista de “alimentos de la felicidad” por sus componentes que contienen antioxidantes y vitaminas que ponen de buen humor a quienes la consumen.

Pero además de los componentes saludables de la yerba, está la droga natural que despierta en el interior del cuerpo las conversaciones con amigos y familiares que se reúnen alrededor del mate. Nunca olvidaré las sonrisas despreocupadas de papá o de mamá o de los tíos que se encendían cuando agarraban el poro, ni dejaré a un lado las tertulias que eternizamos ahora mismo con Carlos y con Darwin, amigos con los que desempolvo esa herencia ancestral de aquellas personas de los ranchos que antes de que la ciencia se entere, ellos ya sabían que esa planta de los primeros abuelos era la fuente de una felicidad que está a la mano y no cuesta millones.

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