El Deber logo
15 de julio de 2018, 4:00 AM
15 de julio de 2018, 4:00 AM

La lucha política es, por definición, implacable. El poder es, casi siempre, un mecanismo adictivo y que enajena. Es, en suma, uno de los componentes paradójicos y vitales de nuestra naturaleza como seres humanos. La historia no es otra cosa que la lucha permanente e incesante por el poder.

Se dice que el poder es un mecanismo, un instrumento, un requisito indispensable para mover a la humanidad, para hacer realidad sus mayores sueños, para hacer posible que la sociedad encuentre la felicidad, y como concepto medular eso es cierto. Los hechos, sin embargo, han demostrado que con frecuencia el instrumento se convierte en un fin y el fin se convierte en una coartada perfecta para justificarlo todo. De ese modo, con una facilidad pasmosa muchas de las grandes causas se descarrilan y se hunden en el cieno. La razón de Estado se torna en un penoso discurso justificatorio.

En Bolivia nos ha tocado vivir en estos días turbulentos la evidencia de un fin de ciclo, el envilecimiento de un importante proyecto histórico ya encallado. Una vez más -es una máxima incontrastable- aquel que enamorado del poder es capaz de hacer cualquier cosa con tal de permanecer en él, está condenado. Su condena es dolorosa porque llega como una enfermedad incurable, como la adicción que provoca la posibilidad de un síndrome de abstinencia, porque –y esto es lo más grave- enajena el espíritu y la mente. Las líneas de la conciencia se vuelven inasibles y el discurso comienza a tejer mentiras, referir ilusiones, prometer imposibles, repetirse interminablemente generando un vacío en el que solo se escuchan ecos. Como la imagen reflejada en mil espejos acaba por desaparecer, en un cuenco vacío las palabras descarnadas de cualquier contenido, terminan siendo ruido y después nada.

El proyecto del Movimiento Al Socialismo vive su canto del cisne y sus gestores lo saben. Hoy su batalla es contra el tiempo, contra el rumbo que ha tomado la comunidad boliviana, que ya no es aquel que se fijaron los gobernantes de hoy en la crisis de 2003 y en los días augurales de 2005 y 2006. La democracia que parecía acompañar incluso a quienes creían que protagonizaban una revolución, les es hoy esquiva y lo es porque el alma de los poderosos que han construido el gigantesco engendro que los representa en el centro de la gran ciudad de La Paz, no es un alma que crea en el pluralismo, la libertad de conciencia y de expresión, la competencia política a través de partidos y movimientos organizados, que representen ideas distintas y contrapuestas capaces de convivir en un mismo escenario. Los susurros que escuchan son los de la hegemonía, la construcción de un bloque social dominante, la lucha mortal en la dinámica de amigo-enemigo, la administración del poder total que trascienda el “formalismo” de órganos separados e independientes entre sí.

En ese contexto, el líder iluminado, el dueño de la verdad revelada, el mito viviente, era la llave mágica para la toma y la preservación del poder. Las atractivas ideas que lo alimentaron durante varios años, están hoy consumidas. En parte porque algunas se hicieron realidad, en parte porque otras muchas eran pura retórica vacía, en buena parte porque se han corrompido en esta larga ruta de 13 años, en parte porque estaban y están contrapuestas a la vocación democrática de una sociedad que ha hecho suya la gran conquista de 1982. 

La prueba de consistencia que el propio líder se impuso fue el referendo del 21 de febrero de 2016. La consulta al pueblo se hizo entonces porque, teóricamente, era el tiempo adecuado en el que la legitimidad era aún fuerte, la bonanza evidente y la confianza en el presidente casi incuestionable. Pero los demonios propios agazapados y esperando, se desataron y mostraron que debajo de la superficie había ya una gran cantidad de agua podrida. Vino así la hecatombe. Lo impensado. El presidente perdió y no tenía plan B. El referendo reveló la esencia, el fondo del alma del gobernante y quienes lo rodean: el poder lo es todo, por el poder vale todo. La democracia no es para ellos una forma esencial de valores, sino una traba ingrata para el fin deseado.

Hoy vivimos la experiencia de la desesperada búsqueda del plan B que, por ahora, sigue anclado en la candidatura del presidente en 2019. Plan que tiene un problema muy serio, se hace imposible sin romper amarras con los últimos vestigios de formalidad democrática. Desde la criminalización de la política hasta la ruptura con el mandato del pueblo, todo vale.

Hoy, más que nunca, la defensa del 21-F es la defensa de una concepción de país, una propuesta de futuro y una constatación, el fin de un ciclo histórico que demanda la lucidez de la unidad democrática y pacífica, y la construcción de un proyecto plural y de esperanza de futuro. 

Tags