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10 de diciembre de 2018, 4:00 AM
10 de diciembre de 2018, 4:00 AM

La Constitución Política del Estado establece el derecho al trabajo digno, sin discriminación y con una remuneración justa, equitativa y satisfactoria, que asegure para el trabajador y su familia una existencia digna. Esto implica la necesidad de crear políticas públicas equilibradas que garanticen no solamente la disponibilidad de fuentes de trabajo, sino de condiciones de universalidad, equidad, estabilidad, justicia y respeto a los derechos.

Esa definición constitucional –en el modelo boliviano– ha sido interpretada únicamente desde el enfoque cuantitativo, donde solo importan el índice de desempleo abierto y los aumentos salariales, omitiéndose otras variables cualitativas como el grado de precarización y el empleo informal.

Un informe de la Organización Internacional del Trabajo, publicado en 2016, da cuenta de que en Bolivia el empleo informal supera el 70%, índice mayor al promedio latinoamericano, que alcanza al 50%, mientras que, según datos oficiales, el desempleo en nuestro país apenas supera el 4%, uno de los más bajos en la región.

El empleo informal se caracteriza por ser de baja calidad y de menor ingreso, afecta las condiciones de vida y genera un ciclo de pobreza y exclusión social. La mayor o menor tasa de informalidad laboral obedece a una serie de variables como los desequilibrios entre la demanda y la oferta de trabajo, el escaso desarrollo industrial, la permisividad frente al contrabando y, sobre todo, el endurecimiento de las condiciones para crear y sostener empresas formales, reflejado esto en el incremento de los costos salariales, las cargas fiscales y tributarias, la excesiva burocracia y la rigidez y desequilibrios en las normas que regulan la relación entre los empresarios y los trabajadores.

La subida en los costos laborales es uno de los factores más decisivos para transitar a la informalidad, y una vez en este ámbito, el trabajo se convierte en mercancía y produce altos niveles de explotación, salarios insuficientes e incumplimiento de derechos como el seguro a corto y largo plazo, la vacación anual, la jornada laboral, la estabilidad, etc.

Lamentablemente, en nuestro caso, el incremento de la informalidad laboral se explica, en mucho, por la orientación de un modelo que, en su afán de privilegiar la atención de demandas de la dirigencia de los trabajadores, impone a los empresarios formales medidas que, además de inefectivas, resultan insostenibles y perjudiciales para la economía, pero sobre todo terminan precarizando el empleo.

Así, la imposición de cargas salariales como el segundo aguinaldo; el aumento desmedido de sueldos mínimos desvinculados de la productividad; el desequilibrio en las normas referidas a la inamovilidad laboral; y la acentuación de la vulnerabilidad del sector privado con la Ley de Empresas Sociales, sumado al incremento del contrabando; el acoso tributario y la ruptura del diálogo tripartito para definir políticas de aumento salarial, están contribuyendo al detrimento de la calidad del trabajo a un ritmo preocupante, que puede hacerse insostenible en un contexto de desaceleración del crecimiento de la economía y de menor competitividad.

Mantener al país bajo un sistema de acoso y presión al sector formal y, en paralelo, flexibilizar las normas que hacen viable el ingreso a la informalidad a través, por ejemplo, de la permisividad con la comercialización de la ropa usada o el agrandamiento del régimen simplificado, no van a conducir a buen puerto. Si el Gobierno no asume que la informalidad laboral puede ser tan grave como el desempleo, estaremos pronto en las puertas de una crisis social de imprevisibles consecuencias.

Diversificar la economía y devolver al sector privado su rol protagónico en la generación de riqueza y bienestar, son los requisitos naturales y sensatos para aumentar la calidad del trabajo y, por ende, dignificar la vida de los más de tres millones y medio de bolivianos y bolivianas que hoy sufren la explotación del trabajo informal.

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