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20 de septiembre de 2018, 4:00 AM
20 de septiembre de 2018, 4:00 AM

A estas alturas de lo que está ocurriendo en el estamento público, surgen interrogantes de fondo; ¿los órganos de control y fiscalización de los gobiernos han dejado de existir?, ¿sirven para algo? o ¿son un instrumento de validación obsecuente y tráfico de gabelas?

La ‘gobernabilidad’ ha sido la justificación para que en la contienda electoral, y a como dé lugar, además de la victoria propia se busque obtener la mayoría de parciales en los órganos deliberantes. A ello se añaden las alianzas poselectorales que bajo el rótulo de ‘oposición constructiva’ de quienes se adhieren, en los últimos tiempos, parece mal entenderse como compensación de parcelas de poder a cambio de un silencio cómplice respecto de la potencial discrecionalidad o irregularidades encontradas en el camino, muy lejos del interés colectivo.

En las sumas y restas, ese tipo de falsa ‘gobernabilidad’ fácilmente se convierte en una creciente anulación de la independencia y separación de los órganos fiscalizadores de los gobiernos, mudándola en impunidad. Así, se trafican los intereses colectivos a nombre de una representación que no nos representa y todavía les pagamos, de quienes incurren de esta manera en incumplimiento de deberes y responsabilidades para propio beneficio presente o futuro.

Hace poco observé la injerencia de un concejal de otro departamento y municipio en los asuntos del nuestro avasallando las competencias de los propios y alguien respondió: “Que intervenga el papa si quiere, porque los concejales no cumplen su trabajo y nos están robando’’. Esta es la prueba fehaciente que como estamos esto no funciona; que con ello se está echando al canasto la esforzada conquista de la autonomía, concebida para administrar de cerca con transparencia y buen criterio los recursos públicos, que son nuestros.

De esta manera, a las autonomías, ya heridas por la irracional asignación de competencias sin recursos, se las pone en riesgo hasta en sus límites territoriales, sin que veamos conciencia ni preocupación de parte de los administradores y deliberantes.

Como las inconductas las cometen las personas, se imponen la orientación en uno de dos sentidos, la censura y cambio de sus protagonistas o la creación de instrumentos idóneos para articular una fiscalización y control colectivos permanentes, con el propósito de erradicar de la política estas prácticas perversas.

Si somos tan afectos a crear todas las leyes posibles, si se traslapan los roles de manera frontal y directa dando preeminencia a las jerarquías y mandatos político-partidarios, ¿no habrá llegado la hora de sincerarnos sobre la validez de estas fórmulas por obsoletas y empezar a pensar en otros caminos?

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