Opinión

Incendios, ballenas y escaleras

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23 de agosto de 2019, 12:11 PM
23 de agosto de 2019, 12:11 PM

Impotencia. Dolor. Preocupación. Incluso nostalgia. Esos son los sentimientos que nos provocaron los incendios forestales en cientos de miles de hectáreas de nuestra región.

En efecto, impotencia por el avance del fuego, dolor por los daños a la naturaleza, preocupación de que avance a zonas urbanas y nostalgia por la vegetación perdida.

Intentemos comprender por qué pasó esto. Y lo haremos utilizando una pregunta típica de un primer curso de introducción a la economía.

Esta es: ¿por qué se extinguen las ballenas y no las vacas? Ambas son sacrificadas continuamente, pero nos preocupamos de que las primeras desaparezcan mientras que las segundas aumentan continuamente a pesar de la alta tasa de mortalidad.

La respuesta radica que las ballenas están usualmente en aguas internacionales y, por tanto, los derechos de propiedad y de uso no están definidos. En cambio, las vacas pertenecen a una o varias personas que las poseen, las cuidan y también saben cuándo aprovecharlas para obtener productos como leche, carne, cuero, etc.

Esa simple distinción de derechos de propiedad es clave para comprender por qué el cuidado de la naturaleza es difícil actualmente. Es un bien común al cual contribuimos miles de personas, pero no tenemos definidos quién cuida qué o cuáles son los efectos de nuestras acciones.

Aquellos que queman (“chaquean”) no toman en cuenta los efectos negativos que producen sus acciones en el medio ambiente y en otros predios donde se extendió el fuego. En economía denominamos a estos efectos como “externalidades” y, en este caso, son negativas.

Tener un hábitat sano y sin contaminación es un bien común. Y al ser de todos y de nadie, no existen los compromisos para la protección. Es la famosa “tragedia de los comunes”, una de las áreas que analizó con esmero la única Premio Nobel de Economía Elinor Ostrom.

También fue resultado de la falta de exigibilidad o vigilancia de cumplimiento de las normas. Mientras el sector agropecuario y forestal formales cumplen en general todos los reglamentos para el aprovechamiento sostenible de los recursos naturales, existen productores ilegales o informales que no respetan estas regulaciones, poniendo en peligro al medio ambiente.

En pocas palabras, lo que vivimos estos días fue la mejor muestra de la informalidad en el área rural de nuestro Oriente boliviano.

Es también la evidencia del “mimetismo isomorfo”, que a pesar de lo complicado del término refleja simplemente que existen normas, instituciones y autoridades que no tienen la capacidad para cuidar aquello que se proponen. Es decir, son sólo nominativas y/o aspiracionales.

¿Significa eso que se deben derogar o abrogar las normas, según sea el caso?

La respuesta es negativa porque más que suprimir las normas, se debe buscar que el imperio de la ley implique la vigencia efectiva de estas regulaciones. En todo caso, se puede pensar en perfeccionarlas para controlar a quienes causaron el desastre actual.

Para explicar más este punto, permítame utilizar una anécdota personal.

Hace varios años me llamó la atención de que en un edificio muy alto de La Paz no se utilizaban las escaleras para ir de un piso a otro contiguo. Por ejemplo, subir del piso 16 al 17 o bajar al 15. Todo se debía hacer en ascensores.

Pregunté por qué no se podía utilizar las gradas. La respuesta me dejó atónito. Resulta que algunos años antes un amigo de lo ajeno entró al edificio y robó efectos personales y material de oficina. Para escapar utilizó las escaleras. Por tanto, el remedio fue impedir utilizarlas.

Quien me contó me dijo que más bien que el ladrón no utilizó el ascensor, porque se habría prohibido el uso de estos.

Una respuesta más adecuada que impedir el uso de escaleras era mejorar los sistemas de control en el edificio.

Lo propio sucede con las normas de uso racional de la riqueza natural. El énfasis debe ser en aplicarlas correctamente en lugares donde no fue usada y perfeccionarla con medios actuales.

Caso contrario, tendremos un “ave fénix” que renazca de sus cenizas una y otra vez.

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