Opinión

La política de lo pequeño que es todo

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20 de febrero de 2019, 4:00 AM
20 de febrero de 2019, 4:00 AM

Las mujeres llegamos al feminismo como un devenir inevitable, al darnos cuenta de las circunstancias en las que vivimos solo por ser mujeres. Y es precisamente con pequeñas cosas, como que se asuma que eres incapaz de escribir un texto de opinión y que el autor real es tu pareja, que las monjas no puedan dar misa, que no puedas ir al colegio, que esté sobre tus hombros el cuidado de toda la familia, que si sales a la calle puede que no regreses, que si estás dentro de tu propia casa, igual puede que no regreses. Y más, muchas más cosas pequeñas. Digo pequeñas, porque el sistema históricamente las colocó en ese lugar, donde lo íntimo, donde el cuerpo y lo personal, se consideraba nimio, sin importancia.

Es por eso que el feminismo es la política de lo pequeño, que en realidad, es todo. Parafraseo a Kate Millet cuando afirmo que nosotras, que fuimos confinadas a esos espacios no reconocidos, nos vimos obligadas a convertir lo personal en política, donde lo teórico/académico juega un rol, pero en realidad lo esencial está en las calles, dentro de las casas, en los cuartos inmundos de aborto clandestino donde las mujeres van a morir a cambio de la posibilidad de tener una vida digna.

Cuando tienes a más de la mitad de la población mundial, histórica y sistemáticamente discriminada, oprimida y maltratada, lo que resulta es una política cotidiana y transversal a todo. Una política, por supuesto, tan amplia que tiene la capacidad de mutar, adaptarse, crecer y alimentarse. Por eso tenemos feminismos en plural que nos organizan, o categorías históricas como primera o segunda ola, para poder narrar la historia de acuerdo a las circunstancias y los avances de épocas en las que, por ejemplo, no teníamos el derecho a votar, ni a educarnos. Ahora, podrán no creerme, pero un ejemplo de esta transversalidad, incluso temporal, es que todavía existen mujeres en el mundo, que no tienen derecho a votar o a educarse.

Entonces, no se sorprendan si actualmente intentamos ocupar cada vez más espacio físico y metafórico para defender lo poco –que es todo- que hemos ganado, nociones que se nos han hecho conscientes gracias al feminismo.

Y esta política de lo pequeño que es todo, esta política de la libertad, naturalmente encuentra fuerte resistencia en un sistema patriarcal y capitalista. Es por eso que comienzo esta columna de opinión en EL DEBER –que disminuye en algo la brecha entre mujeres y hombres columnistas-, intentando levantar una interrogante importante: ¿por qué nos es tan difícil reconocer un discurso de odio y rechazarlo?

Un discurso de odio es una comunicación cuyo objetivo es promover la discriminación de grupos históricamente vulnerables e incitar a acciones violentas. Es apología del delito. Un ejemplo claro es asociar a las feministas con el nazismo, concepto despreciable y peyorativo a nivel mundial. Como ejercicio que prueba las consecuencias, podemos abrir las redes sociales de este periódico y leer los comentarios o leer los contenidos de las noticias que todos los días nos informan sobre asesinatos de odio, feminicidios, violaciones y más. Es abrumador.

Si bien tenemos el derecho a la libre expresión, rechazar un discurso de odio es una posición de responsabilidad y ética total, aunque el impulso de programación sea a rechazar una política que exija el abandono definitivo de privilegios históricos. Porque cuidado, no vaya a ser, que queramos comunicar que la tan mentada libertad de expresión es más valiosa que la vida de una mujer.

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