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15 de enero de 2019, 4:00 AM
15 de enero de 2019, 4:00 AM

El apelativo ‘chiquitano’ ha tenido un largo recorrido, no exento de situaciones de explotación, antes de la llegada de los jesuitas al territorio y después de su expulsión en 1767. Los indígenas eran mano de obra esclavizada para quienes se aprobó las Leyes de Indias y por quienes se interponían recursos de defensa. Y después de la expulsión, al existir un modo de relación ligado al orden y a la obediencia creativa que se había ido con los padrecitos, volvieron a ser un número parte del patrimonio de los propietarios.

Pero ya existían y su presencia había adquirido notoriedad y predominio.

“Los ‘chiquiteanos’ eran ‘todos los indígenas americanos de la provincia de Chiquitos’. Si la época jesuítica fue el momento de transformación de un etnónimo en topónimo, la era naturalista cierra el ciclo acuñando un etnónimo con aspecto de gentilicio y asociando el nombre del pueblo indígena con el territorio que habitaba. Es la inversión de la relación entre el indígena y el lugar, transformada por el peso del proceso histórico de fijación de los indígenas al territorio y de indios chiquitos a provincia de Chiquitos…”. De alcance incierto durante los primeros contactos con los conquistadores del siglo XVI a causa de su condición de nombre puesto por terceros, Chiquitos encierra en su origen una relación entre grupos indígenas transformada por la mediación de los conquistadores españoles. En esas condiciones, parece inevitable que el contorno del grupo o conjunto de grupos a los que el nombre aludía sea difuso. Solo cobró nitidez cuando en el siglo XVIII los jesuitas lo llenaron con un nuevo contenido de acuerdo con sus parámetros sociales, políticos, culturales y geográficos. Chiquitos pasó a ser el nombre de una nación indígena, el nombre de una lengua y el nombre de un lugar; en suma, una categoría sobre la que se erigió el mundo social de las misiones jesuíticas de la región (Cecilia Martínez).

El tiempo desde la expulsión jesuítica hasta la consolidación de la actual presencia chiquitana es otro momento de estudio. Dispersos en el territorio, incorporados a propiedades en calidad de peones, sometidos al pago de impuestos y gabelas quienes vivían en comunidad, sujetos a los censos para contar población sin organización reconocida, eran referencias ligadas a un esplendor de iglesias en ruinas.

¿Qué tenía el espíritu chiquitano que luego de casi dos siglos de abandono y ausencia irrumpe vigoroso y digno para convertirse hoy en una construcción irrebatible de la personalidad boliviana?

En Chiquitos se construían los instrumentos musicales que se interpretaban; los misionarios escribían y manejaban la solfa, y poseían coros que cantaban en latín todo el canon religioso a tres voces, recreando la solemnidad y preciosismo del barroco europeo, con las tonalidades y colores de la naturaleza. La organización del tiempo se dividía entre el culto, la producción y la diversión cultural y artística; todos manejaban un arte (pintura, tallado, construcción, costura, fabricación de muebles), habiendo logrado un salto tecnológico de 5.000 años desde la Edad de Piedra por sus modos organizativos y desarrollo de capacidades, hasta el barroco, que lo dominaban en todas sus manifestaciones, en tan solo 85 años que duró la experiencia jesuítica en Chiquitos (1691-1767). Las misiones se adelantaron 200 años a la Declaración Universal de los Derechos Humanos al anular la pena de muerte y garantizar los derechos de las personas como hijos de Dios y sujetos de la promesa divina de felicidad en la tierra.

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