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1 de agosto de 2018, 4:00 AM
1 de agosto de 2018, 4:00 AM

Nunca volveré a ver mis manos de la misma manera.

El abuelo, con noventa y tantos años, sentado débilmente en la banca del patio, no se movía, estaba sentado cabizbajo mirando sus manos. Cuando me senté a su lado no se dio por enterado y entre más tiempo pasaba, me pregunté si estaba bien. Finalmente, no queriendo estorbarle sino verificar que estuviese bien, le pregunté cómo se sentía.

Levantó su cabeza, me miró y sonrió. “Sí, estoy bien, gracias por preguntar”, dijo con una fuerte y clara voz. “No quise molestarte, abuelo, pero estabas sentado aquí simplemente mirando tus manos y quise estar seguro de que estuvieses bien”, le expliqué.

¿Te has mirado alguna vez las manos?”, preguntó y así siguió: “Quiero decir, ¿realmente te has mirado las manos?”.

Solté mis manos de las de mi abuelo, las abrí y me quedé contemplándolas. Les di la vuelta, palmas hacia arriba y luego hacia abajo. No, creo que realmente nunca las había observado mientras intentaba averiguar qué quería decirme. El abuelo sonrió y me contó esta historia:

“Detente y piensa por un momento acerca de tus manos, cómo te han servido a través de los años. Estas manos, aunque arrugadas, secas y débiles han sido las herramientas que he usado durante toda mi vida para alcanzar, agarrar y abrazar la vida.

Ellas pusieron comida en mi boca y ropa en mi cuerpo. Cuando niño, mi madre me enseñó a juntarlas en oración. Ellas ataron los cordones de mis zapatos y me ayudaron a ponerme mis botas. Han estado sucias, raspadas y ásperas, hinchadas, cortadas, secas y dobladas. Se mostraron torpes cuando intenté sostener a mi hijo recién nacido. Adornadas con mi anillo de bodas, le mostraron al mundo que estaba casado y que amaba a alguien muy especial.

Ellas temblaron cuando enterré a mis padres y esposa y cuando caminé hacia el altar con mi hija en su boda. Han cubierto mi rostro, peinado mi cabello y lavado y limpiado el resto de mi cuerpo. Y hasta el día de hoy, cuando casi nada más en mí sigue trabajando bien, estas manos me ayudan a levantarme, a sentarme y se siguen uniendo para orar.

Estas manos son la marca de dónde he estado y la rudeza de mi vida. Pero más importante aún, es que son ellas las que Dios tomará en las suyas cuando me lleve a casa.

Desde entonces, nunca he podido ver mis manos de la misma manera… Y aún recuerdo cuando Dios estiró las auyas y tomó las de mi abuelo y se lo llevó a su casa.

Cada vez que voy a usar mis manos pienso en mi abuelo, es cierto que nuestras manos son una bendición.

Hoy me pregunto: ¿qué estoy haciendo con mis manos?

¿Las estaré usando para abrazar y expresar cariño o las estaré esgrimiendo para expresar ira y rechazo hacia los demás?

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