El fuego está activo desde hace más de un mes, ha recorrido casi 100 kilómetros, quemando más de 300.000 hectáreas. Hay afectación a la fauna y economía local

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17 de septiembre de 2019, 4:00 AM
17 de septiembre de 2019, 4:00 AM

“El fuego vino como un huracán. Llegó desde el otro lado del río. Mi esposo estaba solo, nosotros nos habíamos ido, porque mi hijito estaba enfermo. Cuando comenzó a arder el techo de motacú, le echó un balde con agua y fue como echarle gasolina”, cuenta Margarita Tacuchabá, casera de la hacienda Charleston, que al mediodía del domingo fue arrasada por el fuego.

Estamos a 14 km de la comunidad Candelaria, cerca de la frontera con Brasil y lo que debería ser un pantano es un páramo seco retostado por el fuego. Mientras el fuego arde en medio de los adobes de la casa de los empleados y termina de quemar los postes de cuchi que le daban estabilidad a la casona, Margarita alza en un balde los esqueletos de herramientas: un fusil, un taladro, una moledora de carne.

Detrás de un árbol frondoso han botado los pollos ahogados por el humo, mientras un perro termina de comerse un pato a medio quemar.

El hijo de Margarita saca del chiquero un chancho y lo tira detrás de la carrocería de la camioneta del guardaparque.

El chancho chilla temiendo por su vida. La mujer y sus hijos tratan de salvar lo poco que queda y dejan a su suerte al ganado que está disperso por todos lados: no ha quedado nada, ni alambradas, ni el corral, que todavía arde.

Desde hace un mes, un puñado de guardaparques y unos cuantos estancieros son derrotados por el fuego, que ha devorado más de 300.000 hectáreas del Área Nacional de Manejo Integrado San Matías, un parque nacional de tres millones de hectáreas.

Con muy poca ayuda de los tres niveles del Estado, aislados en un rincón del departamento, los guardaparques ven con impotencia cómo el fuego avanza hacia la zona de anidamiento de la paraba azul, la más grande e inteligente de todas, la más rara del planeta con apenas 300 ejemplares en Bolivia y 600 en Brasil, y lo único que pueden hacer es rogar para que caiga una lluvia torrencial y devuelva a la zona sus características de pantano, para que acabe con cuatro meses y medio de sequía y con este ciclo de incendios que comenzó el 31 de julio, justo en el aniversario del área protegida.

“Hemos priorizado la protección de las comunidades, proteger a la gente y a sus bienes”, dice Danner Flores Parada, jefe de protección de ANMI San Matías.

“Hemos hecho lo posible, pero necesitamos mochilas forestales y ayuda de bomberos profesionales, no de voluntarios que vengan a mirar, ayuda de gente que nos apoye a armar un plan para contraatacar al fuego”, dice. Junto a Ricardo Barbery, director de la zona norte del parque, Flores, ha intentado de todo y los pocos éxitos que han festejado en este mes de pelea contra el fuego han sido efímeros.

Lograron evitar que Candelaria cediera al fuego, pero cada vez que cree que el incendio está por controlarse, salta 200 metros más allá. Va a galope sobre el viento y aterriza sobre pasto seco para hacerlo arder en cuestión de segundos.

Durante la jornada en que protegieron Candelaria, una pequeña brasa cayó sobre la pierna descubierta del dueño de la tienda y le causó quemaduras. “Por suerte no cayó sobre el techo de su chapapa de motacú, porque no la íbamos a poder apagar”, confiesa Barbery.

No exagera. Durante este mes han tenido que pelear contra un monstruo con ayuda de unas pocas mochilas forestales, un grupo de 120 soldados y unos cuantos voluntarios, que pese a su buena voluntad resultaron más una carga que una solución.

“Es imposible entrar al monte. Lo único que podemos hacer son callejones con maquinaria”, explica Barbery, al describir el bosque de transición que domina la zona: árboles altos y secos, con un montón de hojas acumuladas durante años, protegidas por bejucales de tusequis que obligan a abrirse senda a filo de machete, mientras todo arde.

Los grandes aliados de los guardaparques han sido los estancieros, que a su vez son culpables de la mitad del fuego que azota a San Matías.

La otra mitad fue exportado por Brasil. Barbery explica que las más de 100 estancias que hay dentro del parque ayudan a controlar el fuego en años normales, que prestan sus maquinarias y dan trabajo a los chiquitanos que habitan en las comunidades del parque, pero que esta vez ni así pudieron detenerlo: el año es inusualmente seco.

Uno de ellos es Jaime Henke, que no sabe cómo hallar las 450 reses que se escaparon por las alambradas quemadas de la propiedad de 5.000 hectáreas que administra. Salvo la casa de la estancia, no le queda nada. Corral, potreros, sus divisiones, todo se ha ido con el fuego.

No sabe si sus vacas deambulan por el monte, buscando agua y rebrotes qué comer.

“La mía es la estancia más afectada. Cuando no hay alambre, no sujeta nada a las vacas, que se salen a buscar el pastito retoñado y van de ida. Como las aguadas están abiertas, ellas andan por kilómetros y es difícil recuperarlas. Todo esto va a tomar su tiempo.

Entre una estancia y otra puede haber 30 o 40 km, dice el hombre, que además sabe que lo que viene después de una gran quema es una diarrea negra en las vacas que, si no están juntas y no se le inyectan vitaminas, no aguantarán hasta el próximo año.

Desde hoy, los ocho guardaparques que hicieron campamento en Candelaria se internarán unos 100 kilómetros en el área protegida para tratar de defender San Fernando. El fuego ya rodea a esa comunidad, justo en el corazón donde anidan las parabas.

Necesitan tanques de 1 m3 que puedan cargar en las tres camionetas que les quedan en funcionamiento y mucha ayuda. El plan es abrir brechas entre alambrada y alambrada, hacer cortafuegos para esperar el incendio y tratar de frenarlo en algún punto.

Proteger uno de los últimos tesoros que le queda a San Matías y a Bolivia, la paraba azul. “Son lugares inaccesibles y lamentablemente no creo que la mano del hombre pueda parar al fuego”, dice Danner, cansado de perder contra el incendio.