El libro Hacia un nuevo contrato social propone levantar otro modelo económico y político. Henry Oporto, uno de sus autores, habló con Séptimo Día

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12 de mayo de 2019, 4:00 AM
12 de mayo de 2019, 4:00 AM

La fundación Milenio acaba de publicar Hacia un nuevo contrato social. Propuestas para la reforma fiscal, el crecimiento diversificado y la reconstrucción democrática, que sintetiza los planteamientos de Henry Oporto, Luis Carlos Jemio y Javier Cuevas.

La obra plantea un desafío mayúsculo para la actual transición política: establecer un nuevo contrato social, económico y político entre el Estado y los ciudadanos, asegurando que el actual modelo del Estado Plurinacional encabezado por Evo Morales y el MAS con la nueva Constitución Política del Estado (CPE) aprobada en 2009 presenta signos de agotamiento y declive que demandan un cambio.

El director de la fundación, Henry Oporto, habló con Séptimo Día a propósito de las conclusiones de esta obra que apuntan a una profunda reforma económica, fiscal y política que permita recuperar el Estado de derecho y la democracia, señalan los autores.

Apenas 10 años después de la aprobación de la Constitución Política del actual Estado Plurinacional, ¿por qué pensar la necesidad de un nuevo contrato social para Bolivia?

Estamos al final de un ciclo económico y político en Bolivia, y por tanto se abre la perspectiva de una coyuntura de transición. En ese sentido, es fundamental un acuerdo básico de la sociedad sobre el rumbo que debe tomar la economía y la política nacional. Esta es la idea de un nuevo contrato social, que debe traducirse en una serie de acuerdos y pactos alrededor de la política económica, del sistema político y de las políticas sociales.

¿Entre quiénes? Entre el Estado y los ciudadanos; entre el Estado y las regiones; y entre los propios ciudadanos. Lo ideal es que Bolivia inicie una nueva etapa, de cara al bicentenario de la República, con un consenso amplio sobre el modelo económico, el modelo político y un modelo social centrado en el desarrollo humano.

Con una baja inflación (4%) y un crecimiento económico “razonable” (+ del 4%, uno de los más altos de la región), el “modelo económico” del Gobierno de Evo Morales aparece relativamente fortalecido a seis meses de las elecciones presidenciales. ¿Por qué preocuparnos?

Podría decir que la economía no está mal, pero vamos peor. En 2014 acabó la bonanza, y desde entonces la economía está en un descenso continuo. Llevamos cinco años de déficit fiscal, por encima de 7% del PIB. Este alto déficit se financia con pérdida de reservas internacional y un endeudamiento creciente, que ya llega a los 20.000 millones de dólares. La producción boliviana ha perdido competitividad: vendemos más caro afuera y está en desventaja frente a los productos extranjeros más baratos en el mercado interno. La gente siente el debilitamiento de la economía en sus bolsillos, la carencia de un buen empleo y las restricciones para hacer negocios. La situación de las cuentas públicas es insostenible. Los déficits del sector público se acumulan y provocan desequilibrios complejos. Ocultar esta realidad es peligroso. Cualquiera fuere el próximo presidente tendrá que sincerar la economía y tomar medidas eventualmente duras. Cuanto más se aplacen los remedios, pueden ser más dolorosos. Bolivia necesita remodelar su política económica para cuidar la estabilidad y prevenir una crisis futura.

Solo porque se terminó el ciclo del gas, ¿se agotó el actual modelo económico?

El “éxito” del modelo ha sido básicamente un fenómeno de precios internacionales extraordinarios; un boom de precios de las materias primas. Pero eso ya pasó, y ahora descubrimos que producimos menos gas, que declinan los campos, se acaban las reservas, no hay inversión en exploración, se cierran los mercados externos, cayeron los ingresos por exportaciones. Y algo similar ocurre en la minería. El “sueldo” de Bolivia (la renta gasífera y en menor medida minera) se ha reducido dramáticamente y no alcanza para financiar el abultado gasto público, el despilfarro y el consumo privado.

Es el colapso recurrente de un modelo de base estrecha, que depende de pocos productos de exportación y de altos precios de materias primas. Consiguientemente, necesitamos de nuevos motores de crecimiento, que no pueden ser otros que la inversión privada nacional y extranjera, la diversificación de las exportaciones y del aparato productivo, mejorar la productividad, entrar en serio en la innovación, el emprendimiento y el desarrollo sustentable, promover la industria digital; todo lo cual conlleva el reto de mejorar el capital humano del país. Este es un cambio estructural impostergable. Y tenemos que hacerlo sin dar la espalda a los hidrocarburos y la minería; más bien liberando los cuellos de botella que impiden que llegue la inversión a estos sectores, para que se expandan y modernicen.

 Menores ingresos por la caída de la renta petrolera causan déficit fiscal, lo que exige un mayor ajuste fiscal.

La deuda externa boliviana se colocó en 9.830 millones de dólares, una cifra récord, un 24% del PIB, muy por debajo del 40% máximo exigido por los organismos internacionales. ¿Vamos bien? O, debemos avanzar hacia un “ajuste gradual” al estilo Mauricio Macri en Argentina o “ajuste radical “como fue en los 90? ¿Qué plantean los autores de “Hacia un nuevo contrato social”?

La economía boliviana demanda con urgencia una reforma fiscal, para revertir el abultado déficit fiscal, que es una bomba de tiempo. Esta reforma supone bajar el gasto público, cerrar el grifo del despilfarro y el gasto ineficiente, pero también generar nuevas fuentes de ingresos fiscales, más estables y permanentes que las rentas de los recursos naturales siempre volátiles. También se trata de ordenar la gestión del sector público, estableciendo una regla fiscal que evite los desajustes actuales y limite un excesivo endeudamiento, y además una ley de responsabilidad fiscal que discipline el manejo de las cuentas públicas e instale el presupuesto por resultados, como los hay en otros países. Si no se hace esto quizá no se posible resguardar la estabilidad macroeconómica y evitar que la economía descarrile.

 El trabajo propone no ajustar en sectores sensibles como Educación y Salud. ¿Será un ajuste razonable si esos dos sectores insumen grandes recursos, especialmente en salarios?

La reforma fiscal conlleva redefinir las prioridades del gasto estatal y la forma de asignación y administración de los recursos. En nuestro libro proponemos priorizar e incrementar el gasto del Estado en educación y salud, racionalizando la inversión pública y cortando drásticamente el gasto improductivo en empresas estatales fracasadas y deficitarias. Llevar más dinero a salud y educación, pero también descentralizar estos servicios a las municipalidades y gobernaciones, para acercarlos a la gente, mejorar su calidad y el uso eficiente de los recursos, promover la competencia y el control ciudadano, activar sistemas de evaluación del rendimiento escolar y pruebas estandarizadas para medir la calidad educativa. O sea, una suerte de segunda Participación Popular, que le devuelve protagonismo a la gente en el manejo de los servicios esenciales para la vida de las familias, como son la salud y educación.

 La propuesta exige un cambio político que permita recuperar la democracia. ¿Qué pilares debería tener esa transformación?

La reforma económica debe ir de la mano de una reforma política, que es indispensable para crear condiciones propiciar a la inversión, los cambios en la política económica y un nuevo modelo de crecimiento diversificado sobre una base ancha y socialmente inclusiva.

Esas condiciones favorables tienen que ver con la certidumbre jurídica, reglas claras y estables, transparencia y previsibilidad de las decisiones de gobierno, respeto a la propiedad y los derechos de los actores económicos, normas y regulaciones que faciliten los negocios y la actividad de las empresas y no las entorpezcan, impuestos razonables que no asfixien la iniciativa privada.

Estas reformas institucionales suponen ir a un Estado de derecho pleno y democrático, con separación de poderes, independencia de la justicia, un sistema de gobierno abierto y participativo, pluralismo político, descentralización y equilibrios de poder. Ahora bien, lo que puede determinar la viabilidad de la reforma política, e incluso también de la reforma económica, es la capacidad que tengamos los bolivianos para forjar un nuevo Contrato Social.

Insisto en esta idea: el gran desafío de una segunda transición democrática en Bolivia es lograr cambios con orden y estabilidad, y viceversa.

Para esto es clave un consenso básico sobre la dirección que debe tomar la economía y la política en las próximas décadas. Si esta condición no se da es posible que la transición encalle o descarrile. Me parece que esta es la encrucijada que tenemos por delante.