Los burdos esfuerzos para reelegir indefinidamente al matrimonio Ortega no hacen otra cosa que estimular políticas neooligárquicas

El Deber logo
20 de mayo de 2018, 4:00 AM
20 de mayo de 2018, 4:00 AM

Han transcurrido 29 años desde que el Frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN) hiciera un memorable traspaso de su poder, supuestamente revolucionario, a través de una transición democrática en Nicaragua. Entonces era 1989 cuando Daniel Ortega, junto a las calculadoras miradas de Tomás Borge y Ernesto Cardenal, presenciaba lo que parecía ser la culminación de aquel proceso que había encendido Centroamérica con una llama doble: ilusión marxista y crujir de dientes ante una guerra civil que convirtió al país en un verdadero infierno.

La utopía se había desarmado. No solamente la revolución nicaragüense atravesaba por un proceso de transformación, sino que todo el modelo comunista veía desvanecerse el escenario de los movimientos armados.

Después de que Violeta Chamorro asumiera la Presidencia en Nicaragua aquel 89, el juego de dominó continuaría hasta que Joaquín Villalobos, comandante del Frente Farabundo Martí, negociara otra histórica desmovilización de la guerrilla en El Salvador. Con esto no había mejor complacencia para Oscar Arias, entonces presidente de Costa Rica, ni los suscriptores de Esquipulas II, quienes lograban cristalizar la paz después de una década turbulenta que había costado a Centroamérica más de 150.000 muertos. En el fondo, los procesos revolucionarios y la esfinge emblemática en que trató de convertirse el Sandinismo demostraron ser acciones demasiado costosas en vidas humanas, con muy pocos resultados para obtener verdaderas transformaciones, ya sean sociales, políticas o económicas. El Sandinismo, hoy día, es una verdadera dictadura y la simple reproducción en el poder como si fueran una oligarquía es la característica predominante.

Ahora que el Sandinismo degeneró desde que Ortega está nuevamente en el poder (2007-2018), no queda nada rescatable en ningún discurso revolucionario. Tanto Violeta Chamorro como después los expresidentes Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños vieron precipitarse una crisis económica que convirtió a Nicaragua en una de las naciones más pobres de América Latina, apenas por encima de los desastrosos indicadores de desarrollo humano que atormentan a Haití. La bancarrota también hizo necesaria la llegada del ajuste estructural controlado por los organismos financieros internacionales.

Actualmente, Nicaragua recibe uno de los montos más altos en ayuda oficial para el desarrollo de Latinoamérica, lo cual no significa otra cosa sino dependencia financiera extrema y rigurosas condiciones para que el país no pueda ir contra la corriente de una economía de mercado que, desafortunadamente, tampoco logró solucionar las terribles secuelas de la guerra civil en los años 80. Sin embargo, en el siglo XXI, el nuevo tipo de dependencia que envuelve a Nicaragua es China, que se convirtió en el segundo comprador más importante de los productos nicaragüenses, después de Estados Unidos, que tradicionalmente fue el principal socio comercial.

Ahora, el Frente Sandinista se perfila como el nuevo tipo de presidencialismo dictatorial en América Latina, después de Cuba. La estrategia de reelección indefinida de Ortega y las acciones de su esposa, Rosario Murillo, garantizan un entorno oligárquico que favorece enormemente a la familia Ortega y a sus seguidores. Los sandinistas no pensaron en la alternativa de cambiar el tablero de juego liberal en lo económico, estructurado a la medida de un bloque de poder que favorece los intereses estratégicos del típico populismo centroamericano: apelar a un solo líder, al mismo tiempo que insistir en el legado de la Revolución Sandinista, la cual ahora representa únicamente una vieja experiencia sangrienta e inútil porque de Anastasio Somoza se pasó a Daniel Ortega, dos formas de dictadura con delirios de grandeza.

Nicaragua muestra que el discurso marxista y el socialismo se diluyen sin problemas dentro de la administración de un Estado manejado como un conglomerado de instituciones sujetas a la discrecionalidad de los Ortega, agrandándose la desigualdad socioeconómica y la construcción de un capitalismo de camarilla.

Pero la discusión no radica en que si los sandinistas, convencidos de la reelección indefinida, continuarán o no con los ajustes estructurales de mercado o se resistirán a las condiciones del Banco Mundial o el FMI. La severidad del panorama en materia de pobreza, así como las pocas alternativas para remontar la crisis, exige que los sandinistas abandonen el caudillismo, el cual hasta el momento solo ha traído muy poca capacidad competitiva al conjunto de la economía, reforzando una subordinación al crédito y donaciones externas. Ortega no tiene iniciativas ni fortaleza propositiva en materia económica, además de haber abandonado cualquier principio de responsabilidad y sentido común. El Sandinismo es una opción anticuada y carente de ideas nuevas para la política democrática del siglo XXI.

Lo difícil del asunto está en que el Sandinismo deberá enfrentar una nueva estrategia de negociación internacional no solo para neutralizar el desprestigio de la izquierda como alternativa política saludable, sino para lograr una renovación como partido sin Daniel Ortega a la cabeza. Nicaragua dejó de representar el efectivo “balance estratégico” en Centroamérica. Es un país pobre, de baja calidad educativa en sus recursos humanos y sujeto de crédito en términos de caridad internacional.

América Latina necesita un nuevo balance estratégico, asociado a la disuasión de las dictaduras y a las medidas que fomenten la confianza mutua. Los burdos esfuerzos para reelegir indefinidamente al matrimonio Ortega no hacen otra cosa que estimular políticas neooligárquicas.
Los sandinistas deben romper su cabeza dura para entender que la Guerra Fría terminó y que América Latina debe basarse en un balance estratégico para evitar la reemergencia de la dictadura.

El conflicto, con cerca de 30 muertos en abril de 2018, mostró que Ortega no pudo implementar sus reformas al sistema de pensiones. Simultáneamente, las protestas horadaron sus estrategias autoritarias, expresando algo elemental: la ciudadanía merece un mínimo respeto y el derecho a decidir sobre su futuro, aun cuando existan poderosas estructuras, como el sandinismo, tratando de ser el partido único.

Nicaragua se está convirtiendo en un Estado autoritario, pero sin las viejas pugnas ideológicas: socialismo o capitalismo. Los sandinistas constituyen una de las peores amenazas a los gobiernos elegidos democráticamente. La renovación en el poder y las elecciones libres son el antídoto para recuperar un aspecto sencillo: la poca dignidad política que hoy parece agonizar en América Latina.