El autor resume el libro editado por Fundación Milenio, cree que está germinando una historia oficial, que es la que el oficialismo posiciona y que no habla de derrota

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26 de mayo de 2019, 4:00 AM
26 de mayo de 2019, 4:00 AM

El garrote de La Haya obliga a diseñar una nueva historia de nuestra odisea por volver al Pacífico. Así concluye Juan Carlos Salazar, su prólogo a este libro Bolivia en La Haya – Lecciones de la demanda contra Chile.

La frase me provoca una meditación sobre la historia y quienes la escriben. A más de un siglo de la pérdida del litoral e, incluso antes, hay una historia –llamémosla genéricamente– del mar boliviano. ¿Quién la escribió? Bolivia y Chile; cada cual desde su perspectiva. Ambas tienen mucho de cierto y tambien aristas que colisionan entre sí. Hubo iniciativas de escribir una en conjunto sin mayores resultados.

La de Bolivia -en gran parte- con pesada carga emocional. No podía ser de otra manera, dada la pérdida de nuestro litoral y los intereses de quienes la escribieron.

Como señala Isaac Sandoval, la historiografía boliviana, por lo general, es acientífica por su alto contenido ideológico, lo que produce una concepción ahistórica del proceso social que deviene en una narración fragmentaria de los hechos sociales. De ahí el complejo de Adán de este gobierno que desestimó la historia y la doctrina internacional de Bolivia, ambas consolidadas desde hace muchos años. No leyeron bien la historia nacional y menos intentaron entenderla críticamente. Para ellos, todo lo anterior fue hecho por los “malos” y lo actual o venidero es producto de los “buenos”; por tanto, tiene que ser algo bueno, aunque -a todas luces- sea malo.

Al expresidente Jaime Paz le gustaba manifestar que somos un país de ganadores y que le habíamos dado –con Ilo– una patada al hígado a Chile. Quería relatar una historia oficial haciendo abstracción de una dura realidad: difícilmente podemos concebirnos como país de ganadores pues vivimos traumas de muchas derrotas; lo de Ilo es un simbolismo que aporta poco a solucionar el enclaustramiento.

La historia oficial –que cuentan los que detentan o detentaron el poder– es la que narra el pasado, usualmente inmediato, en busca de una justificación histórica de sus actos y está generalmente constituida por mitos, metonimias y falsedades cuestionables… pero muy peligrosa, pues prevalece, ante la ausencia de una historia objetiva y realista.

En la escuela nos enseñaron una visión distorsionada de nuestra historia y todos la considerábamos sagrada e intocable. Por lo general, la escribían quienes tenían poder económico y podían financiar a escribidores que configuraban una historia que justifique sus acciones, aún a costa de desfigurar los hechos, pero preservando sus intereses.

Eliodoro Ayllón en su desgarrador poema Pido la palabra muestra la diferencia entre la historia oficial, en otras palabras, la de un país de ganadores, frente a la realidad palpable del padre borracho y del pan para dos, que nunca satisfacía a cuatro.

El director de Amargo Mar, Antonio Eguino, sostiene que su película refleja un lado diferente de la Guerra del Pacífico y contribuyó para que historiadores e investigadores tengan otro punto de vista y se conozca la historia con una lectura crítica y un pensamiento abierto.

La historia que germina

Está germinando una historia oficial de la demanda de Bolivia contra Chile en la Corte de La Haya. Una que justifique no solo la decisión de acudir al más alto tribunal mundial, sino que maquille la forma en que fue llevada la argumentación boliviana. Esa historia oficial pretenderá paliar el fiasco de la conducta de los responsables antes, durante y después de la tremenda derrota jurídica experimentada.

Por eso, muy astutamente y como dice el editor de este libro, “no se conoce ningún documento oficial que contenga una evaluación de fondo sobre el tema”. La incontinencia verbal del presidente deja entrever que la futura versión oficial será que Bolivia no sufrió una derrota en La Haya.

Menuda faena la que tienen los escribidores oficialistas, porque el avance tecnológico de las comunicaciones ofrece los datos inequívocos que permiten diferenciar la lírica historia oficial de lo que en verdad sucedió: del altanero discurso político se pasó a la realidad humillante.

Carlos Mesa, miembro prominente del equipo que llevó adelante la demanda tiene una posición incómoda porque, como ya alguien dijo en Chile: “Luce complicado ante la necesidad de criticar la política que él mismo promovió”. Se suma a la construcción de la historia oficial al sostener que: “... la CIJ vio más allá de nuestra mediterraneidad, asumió que entre la justicia y la seguridad jurídica internacional primaba un sentido de responsabilidad global frente a un orden que es frágil, en un momento en que el escenario mundial está condicionado por figuras que reverdecen la lógica de poder total y bloques que enfrentan los desafíos de naciones emergentes”.

Aquí cobra vigencia Gabriel René Moreno cuando dice: “en Bolivia hay muchos hombres que han perdido hasta la vergüenza. ¿Hasta cuándo dejaremos de llamar las cosas con sus propios nombres? No. Ya es tiempo que el historiador, haciendo penetrar la historia hasta las tenebrosas guaridas de las pasiones, sorprenda a esos políticos corrompidos y egoístas en sus criminales maquinaciones y pulverice sus memorias con severidad implacable”.

He aquí el valor y la trascendencia de este compendio sobre un tema tan importante y cuyo contenido pretende reflejar un ideal de objetividad, sobre todo, un compromiso con la verdad. La única crítica negativa que se puede hacer a esta publicación es no haber consignado opiniones de internacionalistas, académicos y diplomáticos del oriente del país como Agustín Saavedra Weise, Manfredo Kempff, Saúl Paniagua, Roxana Forteza, Francisco Javier Terceros o Ruben Darío Cuellar.

No obstante, las opiniones consignadas, en su mayoría, es la anticipación contestaria a la historia oficial. Como señala Juan Carlos Salazar, las críticas a posteriori pueden parecer duras, pero son necesarias ante una apuesta que puso en juego la solución de una reivindicación centenaria.

Jaime Aparicio, uno de los pocos diplomáticos mundanos que tiene el país, expresa con sinceridad que muchos bolivianos confiaron en la buena fe del Gobierno y supusieron que la admisión del caso por la CIJ significaba una victoria legal en La Haya, para después señalar: “Reconozco que me equivoqué. A la luz de la posterior decisión de la Corte, el mejor resultado hubiese sido que la CIJ dictaminase la inadmisibilidad de la demanda”.

Andrés Guzmán Escobari, meticuloso observador, añade: “Por más increíble que parezca, el gobierno boliviano terminó anteponiendo sus afinidades ideológicas por encima de Bolivia y de sus propios intereses electorales”.

Por eso sorprende la aseveración del excanciller Javier Murillo de la Rocha, cuando expresa: “Podría decirse mucho acerca de cuestiones que no han quedado claras. La Corte debe fallar siempre en justicia y conforme al derecho. De eso no hay duda, excepto que la mayoría de los magistrados se hubieran dejado impresionar por apreciaciones de orden político”.

Karen Longaric es una consumada internacionalista que tuvo el valor de enfrentarse a interlocutores funcionales a las esferas del poder político, al expresar su posición contraria al proceso en La Haya. Ella expresa: “El gobierno se obstinó en proclamar un resultado exitoso, dando al proceso judicial un ropaje político y comunicacional, más que de índole legal…. Asombra la temeridad de los artífices y actores de la demanda judicial por no haberse sincerado con el pueblo boliviano advirtiéndole de las eventualidades que enfrentaba el proceso judicial, en el que se podía ganar, pero también se podía perder, tal como ocurrió”.

Ramiro Orías sostiene que el culpable de la derrota no fue el imperialismo ni las transnacionales, “en medio camino perdimos el libreto. La estrategia legal/jurisdiccional quedó divorciada de la estrategia diplomática/política. Bolivia perdió cohesión y consistencia entre sus argumentos jurídicos y su comportamiento internacional”.

Oporto exterioriza que el desenlace de La Haya probará hasta qué punto la sociedad boliviana está lista para sacudirse de sus traumas colectivos para emprender un nuevo rumbo o si se refugia en la desmoralización, el resentimiento y la victimización. Y se pregunta: ¿No será que los bolivianos estamos atorados en un incesante retorno, como si un designio misterioso nos forzara a repetir los mismos errores? ¿Es lo que nos ha ocurrido con la demanda marítima de La Haya? Él sentencia que ya es hora de cerrar esta página y mirar el futuro con otros ojos.

Hay que reconstruir el futuro de nuestro objetivo de retornar al Pacífico, aceptando el presente como es, no como quisiéramos que sea. Sofismas y megalomanías solo perjudican y postergarán la solución que anhelamos pues, como dice el compilador, “ello ocurre bajo el influjo de la demagogia populista y un patrioterismo grosero e inescrupuloso”.

Robert Brockmann se pregunta: “¿Es concebible una Bolivia sin demanda de acceso soberano al Pacifico por Chile?” Coincido con él cuando señala: “Es hora de seguir camino. Lo viejo ha terminado pero la vida debe seguir por otros cauces”.

En marzo de 2006 me anticipé a seguir otros cauces. Presenté una propuesta factible en mi libro Desatando nudos, tomando en cuenta los intereses de ambas partes, en un contexto de una nueva racionalidad política. La propuesta tuvo más resonancia en Chile, país que expresó en forma indirecta y mediante la Corporación de la Defensa de la Soberanía de Chile: “la propuesta de Salazar Paredes es, quizás, una de las más realistas y sensatas para una posible solución de salida al mar para Bolivia”.

En Bolivia se prefirió continuar, dice Brockmann, con la obsesión colectiva de reivindicar una salida soberana al Pacífico; es decir el todo o nada. La Haya demostró que esa fijación nos llevó a nada o, menos que nada, porque citando a ese ilustre internacionalista cruceño Agustín Saavedra Weise, el fallo de La Haya cerró el tercer candado con respecto a la salida soberana. “Los tres candados –nos explica- son prácticamente imposibles de superar, sobre todo el tercero.

La sentencia inapelable de la CIJ eliminó de cuajo el legado histórico de los compromisos chilenos, ahora de poco o ningún valor jurídico internacional. Este tercer candado realmente resultó ser fatal. Reitero una vez más que el Derecho Internacional Público nunca fue nuestro aliado y así lo manifesté varias veces, pero sin eco alguno. Las instancias posibles únicamente fueron políticas, no legalistas; el derecho más bien nos aprisiona”.