Opinión

Los famosos espantajos de hoy

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18 de enero de 2020, 3:00 AM
18 de enero de 2020, 3:00 AM

Javier Medrano

Decía Hannah Arendt, una de las filósofas de mayor influencia en el siglo XX, que la fama tiene varios rostros y viene en muchas formas y tamaños. Las hay desde aquellas cuya notoriedad es de un momento, efímera, de coyuntura y su perduración dependerá, exclusivamente, del surgimiento de otra persona instantánea y absurda. Son las famas huecas, que se basan en fruslerías y en conductas empavesadas.

En estas épocas de Twitter e Instagram, muchas de las figuras que conocemos y que deambulan en cuantas páginas y programas de noticieros guirigay, intentan ganar su espacio de fama fugaz que solo se equipara al de una moneda de cuero cuyo peso es levemente superior al de varios rostros televisivos y de redes.

Pero también, está la fama que perdura. La fama póstuma. Quizás la más sólida, pero la menos deseada por lo insulsa que es. Se trata de una fama de muerto, inservible para su dueño. Ni se puede comercializar, ni se puede acceder a sus mieles y beneficios. De todas las famas, es la más ingrata. La rechazada por todos.

Son muchos los escritores, poetas, intelectuales, pintores, músicos o inventores que pasaron su vida discretamente o, en el mejor de los casos, con un reconocimiento social menor. La lista es inmensa, pero luego, muy tarde, recién enterrados les cayó encima la fama póstuma. Son los genios inapreciados de nuestra sociedad.

La fama es un fenómeno social. Y lo es porque para alcanzar esa gloria no basta con la opinión de uno mismo, nuestra fama reside en los otros. No nos pertenece. Por eso, cualquier día, se la pierde. Y ahí radica su valor o su codicia por tenerla. Y esto sucede porque ninguna sociedad puede funcionar sin categorías, clasificaciones, valoraciones. Estos conceptos, como muy bien lo define Arendt, son la base de la discriminación social, económica y política. Subimos a ídolos falsos y luego les prendemos fuego o les tumbamos sus bustos callejeros.

Hoy son muchos los que han caído en el estropicio. Su fama se ha derruido. Esfumado. Y ahora son malas famas. Son fantoches que deambulan en calles ajenas, duermen en cuartos prestados, usan mesas alquiladas, caminan con la cabeza gacha, huidos por su conciencia, pero vociferan a través de micrófonos insidiosos. 

Dan la tabarra como último recurso para que la gente no los eche al olvido. Comen del plato del rencor. Pero no saben que su fama, una vez que la guadaña los abrace, será borrada, como una pesadilla que uno destierra ni bien despierta, después de casi 14 años de infamia, con un sorbo de agua.

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