Cada vez que el actor interpretaba a un personaje, parecía imposible imaginarlo en otro papel. Su intensidad dramática borraba cualquier señal de afectación. Fue la encarnación de una conciencia crítica particularmente intempestiva

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22 de febrero de 2020, 3:00 AM
22 de febrero de 2020, 3:00 AM

RAFAEL NARBONA - elcultural.com

Kirk Douglas no poseía el glamur de Cary Grant, ni la dureza de Robert Mitchum. No tenía la apariencia del hombre corriente capaz de hacer cosas extraordinarias en momentos de crisis, como James Stewart o Gary Cooper. 

Ni el aspecto del hombre de mundo, refinado y cínico, pero con buen corazón, como Clark Gable. O el aire romántico del héroe que se inmola por una causa perdida, como Errol Flynn. Kirk Douglas no será recordado por ser el icono de la integridad, como Gregory Peck, o de la rebeldía, como James Dean. 

Kirk Douglas será recordado por ser un gran actor, con la versatilidad necesaria para ser creíble tanto en el papel de villano como en la piel de hombre justo e incorruptible. En Retorno al pasado (Jacques Tourneur, 1947), interpreta al gánster Whit Sterling, un rufián sin escrúpulos que combina el asesinato y la extorsión con las frases ingeniosas, los trajes elegantes y las mansiones de lujo. No es un simple matón, sino un truhan con grandes dosis de encanto en una historia de sensualidad y fatalismo.

Cada vez que Kirk Douglas interpretaba a un personaje, parecía imposible imaginarlo en otro papel. Su intensidad dramática borraba cualquier señal de afectación. En la oscuridad de una sala cinematográfica, su figura desprendía un magnetismo tan poderoso que la ficción parecía más verdadera que el mundo real.

En Carta a tres esposas (Joseph L. Mankiewicz, 1949), Kirk Douglas es George Phipps, un profesor de instituto cuya esposa trabaja para la radio, escribiendo los guiones de un programa estúpido y trivial, pero muy rentable. 

George es un soñador, un idealista que se esfuerza en transmitir a sus alumnos el amor por el conocimiento y la verdad. Sabe que lucha contra gigantes. Sus palabras gozan de un eco mucho más limitado que la radio, pero son un testimonio de humanismo y sinceridad.

Kirk Douglas vuelve a ser un villano convincente en Cautivos del mal (Vincente Minelli, 1952), dando vida a Jonathan Shields, un productor tan ambicioso como amoral. Para Shields, no hay nada sagrado.

Todo puede sacrificarse por rodar una buena película: la amistad, el amor, el matrimonio. Shields es un feroz retrato de Hollywood. Su pasión es crear, filmar historias que perduren, producir clásicos que se incorporen a la memoria colectiva.

Douglas consigue que odiemos a su personaje, pero también logra que simpaticemos con él. Puede ser cruel con los demás, pero su energía es un poderoso estímulo, con la virtud de hacer salir a la luz lo mejor de los otros. No solo es exigente con sus amigos y compañeros de trabajo. También lo es consigo mismo.

En El loco del pelo rojo (Vincente Minelli, 1956), Kirk Douglas realiza una de sus mejores interpretaciones, encarnado a Vincent van Gogh. 

El actor repudió su interpretación años más tarde, alegando que era demasiado afectada. Sus gestos y su forma de hablar le parecían hiperbólicas, un cliché de lo que se entiende por locura y desesperación. Pocas veces ha aparecido en la pantalla una mirada con un dolor más profundo y una furia más descarnada. 

El pintor, impotente frente a sus demonios, transita por todas las estaciones del fracaso. Sus cuadros no se venden, las mujeres no le aman, los amigos acaban huyendo, pues no soportan sus altibajos emocionales. Kirk Douglas le puso un rostro al drama de los que desean ser amados y solo cosechan rechazo.

Su interpretación de Doc Holliday en Duelo de titanes (John Sturges, 1957) no es menos notable. Holliday es un jugador y pistolero enfermo de tuberculosis. Sabe que su tiempo se acaba y no se hace ilusiones sobre el juicio de Dios. 

Ha cometido toda clase de indignidades, pero su amistad con Wyatt Earp le hace sentir que en su existencia hay algo más que violencia y azar. No tiene mucho en común con Wyatt, magistralmente interpretado por Burt Lancaster, pero a su lado no se siente un despojo humano con un pie en la tumba. La amistad no es un acto racional, sino un inexplicable enamoramiento, donde no hay intimidad física, pero sí espiritual.

En Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), Kirk Douglas es el coronel Dax, un fiscal movilizado durante la Gran Guerra.

En las trincheras ha descubierto que Samuel Johnson tenía razón al afirmar que el patriotismo es el refugio de los canallas. Cuando seleccionan a tres hombres al azar para fusilarlos por una inexistente cobardía ante el enemigo, asume su defensa, exteriorizando su repulsa hacia los generales que disponen de las vidas ajenas para lograr ascensos.

Kirk Douglas protagoniza un vigoroso alegato antibelicista en Senderos de gloria, mostrando la espiral de degradación e inhumanidad de la guerra.

En el frente, el hombre solo es una variable, un dato estadístico que carece de derechos y dignidad. Douglas fracasa como abogado defensor, pero su integridad y su coraje salvan la causa del hombre en un escenario que proporciona incontables argumentos para caer en el pesimismo antropológico y existencial. 

La película finaliza con un patético canto a la esperanza. Los soldados franceses alborotan en una taberna. Dax los observa desde el exterior.

Una joven alemana canta El fiel húsar, un canción que habla de nostalgia, amor y muerte. Los rostros de los soldados cambian poco a poco. Sus ojos expresan melancolía y desgarro. Muchos saben que no verán otro día.

En Los vikingos (Richard Fleischer, 1958), Douglas recupera la sonrisa. Aunque no se trata de una comedia, es imposible no pensar en su papel como Ned Land en Veinte mil leguas de viaje submarino, rodada cuatro años antes y también dirigida por Fleischer. En ambos casos, el actor derrocha vitalidad, insolencia y alegría.

Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) hizo que Kirk Douglas se convirtiera definitivamente en un mito, simbolizando el anhelo de libertad de los oprimidos, marginados y esclavizados. 

La insistencia del actor en que Dalton Trumbo, represaliado por el maccarthismo, apareciera en los títulos de crédito como guionista puso a Kirk Douglas a la altura del esclavo tracio que desafió a Roma. 

Desde entonces, el actor será la encarnación de una conciencia crítica particularmente intempestiva, a la que no se puede silenciar con prebendas y chantajes. Padre y marido poco ejemplar, Kirk Douglas será intachable -en cambio- en su compromiso con una América abierta, tolerante y libre de prejuicios.

Kirk Douglas no se dejó domesticar por Hollywood. Siempre le recordaremos como un espíritu indomable que venció hasta al tiempo, pues vivió más de cien años y seguirá vivo en la imaginación de los que aman al cine hasta el extremo de preferirlo a la siempre imperfecta realidad. Fue un hombre para la eternidad, no un simple actor en la hoguera de las vanidades.

 
Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) hizo que Kirk Douglas se convirtiera en un mito, simbolizando el anhelo de libertad de los oprimidos


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