Las distancias y su actividad económica, detenida por la emergencia, se confabulan contra ellos. La desesperación comienza a cundir. Una fundación tiende la mano

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2 de abril de 2020, 6:23 AM
2 de abril de 2020, 6:23 AM

"Se me acabó todo y espero que me depositen mi sueldo mañana, pero de verdad, de verdad, se me han acabado todos mis víveres”, dice Kisberth, un guardia de seguridad guaraní, al que no le queda ni gas en el cuarto que alquila por el séptimo anillo de la Tres Pasos al Frente. Si no iba su hermana con un kilo de arroz y otro de azúcar, el hombre, su esposa y su sobrino no hubiesen podido hacer el locro sin carne con el que hoy engañaron al hambre

Como él, cientos de familia de los barrios alejados de Santa Cruz de la Sierra están en sus horas más difíciles y no tienen qué llevar a su mesa. Kisberth había calculado bien para llegar a fin de mes, pero se compadeció de su vecina que llevaba dos días sin alimentos y así le faltaron los víveres antes del pago.
“Si la situación sigue así, se va a empeorar toda la cosa. Aquí la gente está grave. Hay una señora que no come y le damos lo poco que tenemos, pero ya casi nadie tiene qué darle”, cuenta el vecino del barrio Fabril de la Villa Primero de Mayo.

Mientras en la clase media la preocupación está centrada en qué vendrá después, en si las personas seguirán teniendo trabajo o cómo hacer para pagar el crédito inmobiliario si la economía se descalabra por la cuarentena, entre los más pobres de la ciudad la preocupación es qué va a comer hoy.

En esa encrucijada se encontró doña Nilva, vecina del barrio San Antonio de la zona Este de la ciudad. En su casa viven tres familias: ella, su esposo, sus dos hijas y sus ocho nietos. “Están todos sanos, gracias al señor, pero ya no teníamos víveres”, dice esta ama de casa, que cuando no hay un virus amenazando a la humanidad se dedica a lavar ropa por docena. Su esposo es albañil y sus dos hijas sacan una ventita de comida a la puerta de su casa. Toda forma de ganarse la vida se ha detenido. Ni siquiera pueden seguir haciendo comida para vender, porque tienen miedo de que la Policía pase por el barrio, les quite todo y los metan presos o, peor, les saque multa.

“Estamos muy lejos de dónde salir a hacer nuestras compras. Los que vivimos en los barrios somos los más afectados con la falta de transporte, no tenemos salida”, cuenta Nilda. 

“Por suerte, ayer nos dieron una alegría”, dice sonriendo. La alegría vino en forma de una bolsa de víveres de la mano de Calentando Corazones, una fundación que se ha dado a la tarea de repartir unos 100 packs de alimentos por día. Llevan aceite, porotos, arroz, huesos para sopa, dos litros de leche, dos kilos de arroz, algo de fideo, dos kilos de azúcar y un maple de huevos, que racionándolo, podría alcanzar para una semana de supervivencia para una familia tipo

Gladys Echenique, de Calentando Corazones, dice que todo lo hacen con donativos de la población (aceptan donaciones en la caja de ahorro 1000009734878, del Banco Unión, nombre de Gladys Echenique Cruz, con CI 6307480-SC) y cada canasta alimenticia que entregan tiene un costo de Bs 137. Ese precio es posible porque algunas industrian le dan los productos a precios de mayorista, se los donan o les dan dos por uno. El resto lo adquieren temprano del mercado Abasto antes de comenzar a repartir la ayuda con dos voluntarios más. 

“Con los víveres de la señora ahora hicimos un rico frejol con los huesos para sopa”, cuenta Nilva.

Lo mismo cocinó Lisete Marín Siles, que vio en Facebook el trabajo de la fundación y decidió pedir ayuda. “Vendo comida y ropa, ropita nacional, para niños. No tengo puesto en los mercados, sino que dejo a crédito puesto por puesto. Ahora no da ni para cobrar. Mi esposo es taxista y tenemos tres niños, los tojitos, de nueve, y la menor de cinco”, cuenta. 

La desesperación había arrinconado a Lisete y su esposo, que se planteó desobedecer la cuarentena, sacar el taxi y hacer por lo menos dos carreritas para poder evadir el hambre. “Lloré bastante, pues creí que lo iban a meter preso. Me sumí en oración profunda y volvió a los cinco minutos. Toda nuestra zona (Luján, noveno anillo), estaba llena de policías”, contó la vecina del barrio La Cabaña. 

Los vecinos de Eusebia Choqueta no tienen la misma suerte. Ella fue dirigente del barrio Santa Lucía y cuenta que por ahí no se acataba mucho la cuarentena, hasta que cundió el rumor que alguien había llegado de Italia y era sospechoso de estar contagiado con coronavirus. Aseguraban que el pasajero se había estado paseando por todas las ventas del barrio para que casi todos se metan a sus casas.

De las charlas con sus vecinos, dice que del 100% del barrio, un 80% está sufriendo de la falta de dinero y víveres. Pero el caso más complejo que ha visto es el de una vecina, que tiene un bebé con fiebre, vómitos y dolor de cuerpo. “Se encoge y grita, el pobre”, describe. 

Para colmo, el barrio queda distante de todo, justo en el límite entre Cotoca y Santa Cruz de la Sierra, por los que cualquier centro de salud está ubicado a al menos unos cuatro kilómetros de distancia. Ese no es el único problema, si la madre del niño no tiene ni para comer, menos tendrá para pagar la hipotética receta que resulte de la consulta. 

“He llamado 20.000 veces al 168 y nadie me contesta”, exagera.

Lourdes es presidenta del centro de salud y secretaria de la junta vecinal del barrio Los Cusis, por la avenida Luján, antes de llegar a Zaragosa y San Cayetano. Ella sabe que los coronabonos no llegarán a los viejos ni a las madres de su zona, porque muchos de los ancianos están indocumentados y los niños más pequeños no han sido escolarizados aún. “Tengo harta gente que no tiene nada para comer. Nosotros ayudamos a nuestros vecinos, pero ya no tengo ni para mí, no estoy en situación de poder dar”, cuenta. 

Como el resto de los protagonistas de esta historia, la casa de Lourdes tiene patio de tierra y habita una sucesión de cuartos de medias aguas, apoyados al límite del lote. Se les ha acabado el gas y han vuelto a recolectar leña y a cocinar en el patio. 

La situación de crisis epidemiológica no les permite ni siquiera juntarse para hacer una olla común y no sabe hasta dónde más puede estirarse la solidaridad entre personas pobres para cumplir con el consejo de Yerko Núñez, ministro de la Presidencia, que recomendó que en esta crisis hay que ser solidarios. Ellos están tan lejos del centro que ni siquiera tienen forma de cobrar los bonos. 

Así, a Lourdes y sus vecinos, que ven niños con discapacidad y con habilidades especiales pasar hambre, analizan una opción radical: no les quedará otra que juntarse, abandonar la separación social y protestar bien fuerte para llamar la atención de las autoridades y que la ayuda les llegue de una buena vez.