Opinión

Covid-19: el fin de las proximidades

7 de abril de 2020, 3:00 AM
7 de abril de 2020, 3:00 AM


Hemos ingresado en un momento de la historia en que todas las fuerzas de la modernidad colapsaron ante la presencia de un enemigo invisible cuyo poder radica en la imperiosa necesidad de suprimir todas las proximidades. En la jerga filosófica, la categoría de otredad nos remitía a un estado en que la distancia entre un nosotros y los otros estaba mediada por las pasiones contradictorias de orden ideológico, religioso, de género o de cualquier atributo o característica que transformaba al otro en un ser indeseable. En el bando de los otros se situaban siempre los malos. En el otro bando nos movíamos con cierta comodidad todos los que eventualmente cabíamos en la categoría del nosotros. Un nosotros que se esforzaba por la proximidad en todos los órdenes de la vida. Si deseábamos hacer explícito y público nuestro aprecio o cariño un abrazo caluroso era sin la menor duda una prueba fehaciente. Para que no quede duda de nuestra absoluta necesidad de explicitar la proximidad que nos unía un beso en la mejilla despejaba cualquier duda. Hoy ha concluido ese periodo de la historia en que la proximidad era el dispositivo de la sociabilidad, se interpone entre los agobiados humanos una entidad invisible agazapada en un minúsculo virus cuya presencia delimita las fronteras entre la vida y la muerte, o lo que es más probable, el definitivo final de las proximidades.


Los especialistas dicen que el Coronavirus mata menos que la gripe española, que la tuberculosis, la malaria o el dengue, su poder destructivo radica en su enorme capacidad de proliferación. Se dispersa y contamina sociedades enteras en tiempo récord, y así como el cáncer hace metástasis en cualquier parte del organismo, el Coronavirus hace metástasis en cualquier parte en que la proximidad humana. Como no sabemos cuánto tiempo se ha de quedar y menos cuándo volverá, desde lo más profundo de los instintos de sobrevivencia y conservación de la especie intuimos que su presencia impone la necesidad de la lejanía y su consecuencia natural; de la soledad. Experimentamos los preámbulos de un tiempo en que todas las formas de sociabilidad estarán marcadas por el miedo y por un principio ineludible: el de la “distancia social obligatoria”.


La existencia de los niños sobrevivientes al Coronavirus se basará en la certeza de que lo único ciertamente seguro es que entre los humanos medien distancias profilácticas. La expresividad de un beso será un comportamiento de alto riesgo, no por que eventualmente derive en los espasmos de la pasión y el deseo, sino, porque un apasionado beso conlleva los gérmenes del fin, esconde los secretos de la muerte. Amar será una épica batalla contra el poder omnipresente de las distancias. Las parejas tendrán que recortar los espacios profilácticos de la prevención viral bajo la celosa mirada de la comunidad, porque su proximidad corpórea podría ser el comienzo de una proliferación devastadora. Se impone así la Distancia Social como precepto rector de las relaciones sociales en un mundo post-epidémico. 


Sin poseer hoy una plena conciencia de la trascendencia que supone marcar los límites de la interacción entre los humanos con un mínimo de 150 centímetros entre el uno y el otro, para los hombres del siglo XXI esa “distancia social” se habrá introyectado bajo el signo de la cuarentena. Ni las acciones ni los deseos, ni los proyectos podrán experimentarse fuera de los límites de la clausura. Todo estará recluido en la soledad del encierro, y el amor alcanzará su plenitud marcada por los rígidos límites que imponen los protocolos de sanidad y prevención. El alma humana terminará comprendiendo que sus más profundos sentimientos y sus más preciados afectos sobreviran al interior de una cuarentena espiritual de la que depende su existencia. Como El Amor en los Tiempos del Cólera de García Márquez, el amor posepidémico podría terminar en el horizonte de toxicidad espiritual.


Si como dicen los expertos esta epidemia será recurrente a lo largo de muchos años, y en ese caso tendremos que vivir con la permanente duda de su silencioso retorno, la distancia social se mantendrá como una pauta regular de conducta junto a la necesaria obsesión por la desinfección rutinaria, de a poco, todos pasaran al bando de los otros, de alguna manera encarnaran sino los malos, los peligrosos, y la fortaleza del nosotros dará pasó al solo yo, emblema de una sociedad presa de la soledad y el miedo. Ese será el permanente recordatorio del principio de las distancias que, finalmente, deviene como el único recurso frente a la debacle de una sociedad fracturada en su unidad básica; la sociabilidad y el sentido de la comunidad.




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