Opinión

Cara a cara

24 de mayo de 2020, 7:56 AM
24 de mayo de 2020, 7:56 AM

En las más complejas y difíciles condiciones, la ciudadana Jeanine Áñez asumió en noviembre de 2019 el mando de la nación. Lo hizo por vía de la sucesión constitucional, después de que Evo Morales renunciara al cargo y abandonara un país convulsionado, dejando la estela del escandaloso fraude electoral montado para prolongar la permanencia del cocalero engolosinado con el poder, catorce años después de ejercerlo a su libre albedrío. Entonces fue ponderada la determinación firme, resuelta y el coraje de la nueva jefa de Estado que juró cumplir con ‘rectitud’ su deber y las tareas encomendadas a su interinato, siendo la principal de ellas, la convocatoria a elecciones generales ‘transparentes y justas’ siguiendo el cauce democrático. Una vez superados los tormentosos días y restablecidas gradualmente la calma y la normalidad, sus primeros actos como gobernante y una conexión empática con la gente fueron reforzando su personalidad y capital político. Y es que Áñez presentaba, además, una figura fresca, renovada y agradable muy distinta a la imagen torva, ensimismada y autoritaria del ex-presidente fugitivo. Pero poco después, incumpliendo el compromiso inicial de terminar su interinato y ceder el mando, lanzó su candidatura presidencial para los comicios por venir. “En la búsqueda de una concertación que evitara la dispersión del voto y un eventual retorno del masismo al Gobierno”, entonces se argumentó, a modo de justificación, en su entorno más cercano. De previsible manera, aquella decisión terminó partiendo las aguas entre quienes la apoyaban y la rechazaban, entre afectos y desafectos, mientras opositores y críticos desfogaban sobre la promesa no respetada y la inconveniencia del doble papel de la devenida en ‘presidenta-candidata’.

La irrupción del coronavirus y sus efectos devastadores a duras penas contenidos en Bolivia, cambiaron completamente el curso de los acontecimientos. El proceso electoral quedó en suspenso y fue ampliada la gestión gubernamental para atender la emergencia sanitaria y las carencias y necesidades múltiples en un sistema de salud dramáticamente precario. En el peor momento de la crisis provocada por la infección y con la ciudadanía soportando un sacrificado y prolongado confinamiento para evitar sus efectos, estalló el escándalo de equipos médicos adquiridos supuestamente con sobreprecio. Fue destituido y procesado un ministro de Salud que, aparentemente, incurrió en exceso inadmisible de confianza e ingenuidad, dejando a los ratones cuidando el queso. Inevitablemente, las salpicaduras del asqueroso y repulsivo hecho, han alcanzado a la presidenta Áñez y a su gobierno, pese a su anuncio posterior de barrer con la corrupción ‘caiga quien caiga’, recurrente advertencia frente a una práctica institucionalizada y que no espanta a los pícaros acostumbrados a robarle descarada e impunemente al país y a los bolivianos.

 La gestión de la Jeanine Áñez firme, corajuda y decidida del despegue de su meteórico ascenso político que la instaló en el Palacio Quemado hace poco más de seis meses, atraviesa una fuerte turbulencia. Para superarla, ella tendrá que dar muestras claras y contundentes de su determinación. De una voluntad férrea de rectificar el rumbo con un golpe de timón que hace falta. De revisar lo actuado y de cambiar cuanto sea menester si el supremo interés nacional está de por medio. También la señora presidenta necesitará hacer uso de todas sus capacidades para restaurar la fe pública seriamente vulnerada. Para devolverle la esperanza y el optimismo a la gente que luchó por la democracia y por un mejor porvenir. El momento actual y sus circunstancias complicadas en extremo, no le permiten a la jefa de Estado vacilaciones ni tropiezos. Se lo exigen la responsabilidad y el compromiso contraídos con la nación y sus destinos. El ciudadano que la hizo depositaria de su confianza. Y porque en medio de tantas desventuras, el diablo que no duerme ha empezado a frotarse las manos.

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