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El oro la peste y Job

27 de mayo de 2020, 3:00 AM
27 de mayo de 2020, 3:00 AM


I.
Recuerdo y extraño, en estos días aciagos para nuestra esperanza, las lúcidas clases de Silvia Rivera, tremenda y libertaria profesora que tuve la suerte y honor de encontrar en la universidad. La preocupación es enemiga de la ocupación -nos decía-, no sirve de nada contemplar el desastre, hay que encontrar la voz propia desde una ética del hacer.
En su ensayo La universalidad de lo ch’ixi (2009), analiza los dibujos de Huamán Puma de Ayala en Primer nueva crónica y buen gobierno, texto pionero del análisis de la condición colonial y joya de la bibliografía universal. Una imagen en particular llena mi mente. El inca Wayna Qhapaq le alcanza un platillo con pepitas al adelantado Candia mientras le pregunta: “¿Este oro comes?”; “Este oro comemos”, responde el conquistador. Señala Rivera: “El oro como comida despoja al visitante de su condición humana y sintetiza el estupor y la distancia ontológica que invadió a la sociedad indígena. Ésta es una metáfora central de la conquista y de la colonización. Su vigor nos permite dar un salto, del siglo dieciséis hasta el presente, de la historiografía a la política, para denunciar y combatir los alimentos trastrocados en oro, las semillas como pepitas de muerte y la perdición humana como una herida a la naturaleza y al cosmos”.
La razón principal de nuestros pesares es haber convertido al dinero en nuestro dios. Hoy todos queremos comer oro. ¡Corruption, Corruption, Corruption!, canta, siempre semidesnudo, Iggy Pop. La letra oscila en torno a una frase lapidaria: La corrupción nos gobierna el alma. 

II.
La peste negra azotó el viejo mundo con especial virulencia entre 1347 y 1353, dejando a su paso al menos 40 millones de muertos y precipitando el fin del orden feudal. Monjes, soldados y labriegos se amontonaron en las ciudades ante el predominio de un nuevo actor social: el burgués, cuya prosperidad se basó en el desarrollo de nuevos y rentables oficios nacidos del desarrollo de la técnica y, a nivel psicosocial, de la decisión de disfrutar y aprovechar cada día de la efímera vida en desmedro de la existencia eterna en el más allá, prometida por la asfixiante religiosidad hasta entonces imperante. El hombre renacentista nació de la lección indeleble que dejó le peste: la experiencia igualadora de la muerte.
“¿Quién puede hoy usar el término hacerse viral sin estremecerse un poco? ¿Quién puede ver cualquier cosa -la manija de una puerta, un recipiente de cartón, una bolsa de verduras- sin imaginarlo repleto de esas partículas que no pueden verse, que no están muertas, que no están vivas, salpicadas de ventosas en espera de adherirse a nuestros pulmones?”, escribió hace poco Arundhati Roy. ¿Esta nueva pandemia cambiará otra vez la historia? ¿Será, como señala la escritora y activista india, un portal que nos ayude a superar la centralidad del capital? ¿Logrará el COVID-19 ayudarnos a superar nuestro destructivo antropocentrismo y pactar por la vida, la salud y la tierra para encontrar un poco de bienestar general? ¿Cómo lo lograremos en el continente americano, hoy epicentro de la pandemia, en tiempos de Bolsonaro, Maduro y Trump? ¿Qué pasará en los días siguientes con el Beni, ese departamento sin hospitales, médicos, medicinas, alcantarillado ni agua potable de donde proviene nuestra presidenta/candidata?

III.
“-¿De dónde vienes?
- De rodear la tierra y de andar por ella.
- ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal?
- ¿Acaso teme Job a Dios en vano? ¿No le has levantado tú una valla a él, y a su casa y a todo lo que tiene alrededor? Al trabajo de sus manos has dado bendición; por tanto, sus bienes han aumentado sobre la tierra. Pero extiende ahora tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema contra ti en tu mismo rostro”.
Como pasó en 1998 con el terremoto de Aiquile, nos indigesta y desanima la mano negra del poder cuando muestra sus afiladas garras en medio de la tragedia y el luto nacional. El estupor nos paraliza. ¿Cómo haremos, en la agenda de nuestro futuro, para enderezar la ética invertida de nuestra sociedad? Mirémonos todos al espejo de nuestras autoridades: azules, verdes y amarillos. Llevemos la indignación colectiva a la reflexión individual. Somos corruptos en el cotidiano de nuestros días, somos una sociedad que no respeta la ley en lo más mínimo: ni el semáforo en rojo, ni el plazo de entrega, ni la necesidad de acatar una medida de aislamiento social en medio de una crisis sanitaria global. Somos un país que castiga al honesto y premia al pícaro, una sociedad que silencia a quien dice la verdad y lo aparta del camino. Somos un pueblo que de dientes para afuera se indigna cuando el ladrón es del bando contrario, pero se sienta feliz a compartir los manjares y el vino del dinero mal habido cuando llena los bolsillos del pariente o el amigo.
Intenten hacer negocios y no pagar diezmo. Tengan la osadía de ser funcionarios públicos y no participar de la sangría diaria del Estado… conviértanse en Job y luego me cuentan cómo les va. Mientras tanto, está claro, terminó este capítulo llamado cuarentena y retomamos al país inoculado de violencia que dejamos en pausa a fines de 2019: Rencor, odio, polarización, desinformación, bloqueo y dinamita. Corrupción.


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