A pocas semanas del inédito bloqueo de campesinos en San Julián, y a días de los acuerdos del gobierno con el empresariado nacional, el debate por el uso de los transgénicos ha llegado a un punto de inflexión que no solo va a definir el futuro de la agroindustria, sino que puede resolver finalmente la contradicción entre la ideología dogmática y la economía productiva.

Por años, el gobierno central se ha empeñado en bloquear de manera obcecada, la aplicación de esta tecnología usada en la mayor parte del mundo, que puede convertir a la producción agrícola y pecuaria del oriente y el chaco, en un eje predominante de desarrollo, y equilibrar el modelo centenario basado en la explotación minera afincada en el occidente. Y lo ha hecho sin otro argumento que el discurso desgastado y engañoso de las ONG seudo ambientalistas y en la propuesta ideológica de un pachamamismo retrógrado que ha conducido a la casi desaparición de 18 pueblos indígenas bolivianos y a la mayor degradación ambiental de las últimas décadas.

Sin embargo y pese a sus esfuerzos, no pudo sustentar ninguna razón objetiva que justifique la prohibición del uso de la biotecnología en la agroindustria boliviana. La propia Constitución en su Art. 409 dispone que “La producción, importación y comercialización de transgénicos será regulada por Ley”, y en el Art. 255 (que se refiere únicamente a los tratados internacionales), prohíbe la “importación, producción y comercialización de organismos genéticamente modificados y elementos tóxicos que dañen la salud y el medio ambiente”. Incluso el Art. 15 de la Ley 144 solo impide la importación de aquellos Organismos Genéticamente Modificados (OGM) que sean originarios de Bolivia, y los que “atenten contra el patrimonio genético, la biodiversidad, la salud de los sistemas de vida y la salud humana”. Es decir que todas las limitaciones legales se aplican a condiciones específica que nunca ha ocurrido.

Incluso la oposición a los OGM contradice a la realidad. Estudios especializados señalan que alrededor del 80% de los cultivos de maíz en Bolivia provienen de semillas transgénicas que ingresan de contrabando, y actualmente en los mercados se venden más de una decena de productos alimenticios importados que han sido elaborados con esa tecnología.

El uso cada vez más intensivo de los OGM en el mundo es otra prueba de su valor.  En enero de este año China otorgó licencias a 26 empresas para producir y vender semillas transgénicas de soya y maíz, y la Unión Europea autorizó el uso de maíz y canola genéticamente modificados como alimento para personas y animales.

Nuestros vecinos no se quedan atrás. Brasil tiene aprobados 105 eventos de cultivos transgénicos que permiten que el 100% de su producción de soya y algodón y el 95% del maíz utilicen esta tecnología; Argentina aprobó en 2022 el cultivo del trigo transgénico y apunta a generalizar su uso en toda la producción, lo que se sumaría a la soya, algodón y maíz que en casi su totalidad se siembran con variedades transgénicas. Paraguay tiene 41 variedades de transgénicos aprobados y casi el 100% de su producción agroindustrial las utiliza. Estos tres países han logrado, gracias a estas políticas, convertirse en potencias agrícolas regionales con ingresos multimillonarios por exportaciones de alimentos a todo el mundo.

Los daños que nos ocasiona la prohibición son enormes.  La productividad agrícola es una de las más bajas del continente y no garantiza la producción suficiente de biodiesel; los costos generados por la necesidad de pesticidas y agroquímicos castigan duramente la eficiencia de los cultivos; la competitividad, el limitado acceso a mercados internacionales y la escasa atracción de inversión extranjera nos hace perder grandes oportunidades. Quizá lo más trágico es el hecho que este debate estéril está bloqueando la única manera de enfrentar los desastres climáticos como la sequía y el aumento de las plagas, y pone en riesgo la seguridad alimentaria y la estabilidad de la agroindustria y la pecuaria.

No hace falta estudios ni mesas de negociación dilatorias, porque la realidad es diáfana. No hay razón objetiva para seguir impidiendo el uso de la biotecnología, y su prohibición solo puede deberse a una política tendenciosa que, desde el Estado y las ONG miopes y funcionales, pretende neutralizar al emergente desarrollo agroindustrial para mantener el control del poder económico que hoy detentan las cooperativas mineras, el contrabando y la informalidad.

Las nuevas condiciones generadas por la crisis cambiaria, productiva y fiscal han abierto la posibilidad de revertir esta tendencia y modificar las políticas que la sustentan, impulsando desde todos los frentes la aprobación de los OGM, lo que puede permitir un verdadero y sostenible crecimiento de la economía. No solo es justo sino urgente e imprescindible.