El trabajo se ha precarizado en Bolivia, eso quiere decir que es de mala calidad para quienes lo cumplen en los diferentes ámbitos de la economía. Para empezar, menos del 20% de los empleados cuenta con todas las prestaciones establecidas por la ley: seguro de salud costeado por el empleador, aportes para la jubilación, vacaciones, aguinaldo, bonos, etc. La informalidad va ganando espacio y, con ella, la realidad es que miles de empleados gana menos que el salario mínimo nacional, demostrando que los incrementos benefician particularmente a los burócratas y a los sindicalistas, dejando a la mayoría al margen. Las mujeres perciben aún menos por la brecha salarial respecto a los varones, pero constituyen una enorme fuerza laboral con emprendimientos (siete de cada 10 les corresponden a ellas).

La realidad del empleo no es alentadora, porque también se hacen visibles los profesionales de clase media que, al ser despedidos, no logran conseguir empleo según sus conocimientos, por lo que aceptan trabajos manuales o sin especialización. Es así que hay jóvenes recién graduados que venden todo tipo de mercadería ante la escasez de fuentes de trabajo, el bono demográfico se desperdicia y la frustración le gana a la esperanza en Bolivia.

La política le hizo mal al empleo en el país. Primero porque los incrementos salariales, la inamovilidad del trabajador y un largo etcétera de beneficios no han hecho más que restringir las oportunidades; segundo porque el mayor empleador (el Estado) contrata en función de méritos políticos y no en base a la capacidad de las personas. Hasta se ha sabido de pegas que se reparten previo pago por QR. Es triste llegar al 1 de mayo en esas condiciones.