Según el Código Penal Boliviano, si las palabras, acciones o conductas escandalosas de un individuo ponen en peligro el derecho de otros para gozar de paz y tranquilidad, es posible que sea acusado de alteración del orden público. Hace tiempo largo que, aguijoneado por su angurria de poder, el expresidente y caudillo cocalero Evo Morales pisotea, a su regalado gusto, el derecho de los bolivianos a vivir pacíficamente y sin sobresaltos. Lo hace cuando abre la boca para amenazar con convulsionar el país. O cuando organiza y se pone al frente de marchas punitivas que a su paso siembran violencia como la que entró a paso de parada a la martirizada La Paz, sede de un Gobierno que se muestra tolerante en demasía y hasta complaciente con el omnímodo ‘patrón’ del Chapare.

 Tras concluir el lunes un mitin en la plaza San Francisco, las huestes evistas ‘intercambiaron’ dinamitazos con sus pares arcistas que los aguardaban para ajustar cuentas. La violencia callejera que aterroriza a los paceños, es estimulada por los otrora ‘hermanos’ Lucho y Evo, ahora capaces hasta de sacarse los ojos. Sin recibir respuesta, el jefe de Estado le propuso diálogo dos veces en menos de una semana al ahora convertido en  su peor enemigo y que ha tenido hasta la desfachatez de exigirle cambiar ministros en 24 horas junto a otras demandas perentorias. Después dijo que se iría a su feudo chapareño a pescar tambaquí porque ‘de algo tiene que vivir’ quien parece exudar resentimiento y afán revanchista por todos sus poros y hasta se cree, de puro soberbio, el ‘salvador’ de la Patria.