Todavía arde el bosque y se deja sentir el crepitar de las llamas en las llanuras chiquitanas donde fueron reducidas a cenizas más de 10 millones de hectáreas. El daño al bosque y a la fauna es inmensurable. Los efectos para el ecosistema de la región, en particular la de Santa Cruz, pueden ser de enorme y dañino impacto. Lo que está ocurriendo no tiene que ver únicamente con una prolongada sequía por falta de lluvias.

 Una de las principales causas apunta al avasallamiento de tierras para su posterior distribución, previo pago de hasta $us. 500, en extensiones no menores a las 500 ha, por ocupante y que previamente son deforestadas y/o ‘chaqueadas’ antes de su quema por ‘sindicatos’ organizados. Los avasalladores, en sus avanzadas, incluyen hasta topógrafos para elaborar planos georreferenciales que deben adjuntarse para el ‘saneamiento’ por el INRA.

 Este 2024, la rapiña del territorio cruceño empezó en abril con el desplazamiento de cientos de personas con machetes, hachas y motosierras para ejecutar la primera parte del ‘plan’: El chaqueo al que sigue el fuego cuyo mal manejo derivó en el descontrol que consumió extensas superficies boscosas en los municipios de Guarayos y Roboré. Entre los ‘incendiarios,’ además de organizaciones campesinas, también figuran autoridades edilicias e instituciones que optan por mirar hacia otro lado. El ecocidio atroz no es casual. Tiene responsables. Urge una investigación a fondo para evitar la impunidad. Para que los protagonistas del desastre inaudito sean sancionados como corresponde.