El 24 de septiembre de 2010, 116 jeeps Willys recorrieron en caravana las calles de la capital oriental, un mar de vehículos únicos que recordaban los viejos tiempos, aquellos en los que los Willys eran una seña de identidad de Santa Cruz. Se rompió entonces un récord nacional para una reunión de esa naturaleza pero, sobre todo, se probó la fuerza de la comunidad de los llamados willyseros que con pasión mantuvieron, recuperaron, remozaron, restauraron o adquirieron los míticos todo terreno, construidos originalmente para ser parte de la más dramática contienda bélica de la historia en los años cuarenta del siglo XX.

Osman Patzi ha publicado un libro magnífico sobre la relación indisoluble entre esos míticos jeeps y Santa Cruz de la Sierra: Los willys en Santa Cruz (2023).

Patzi logra enamorar al lector con unas páginas que tienen una diagramación perfecta para el objetivo, hermosas fotografías de época (testimonio del cambio simplemente increíble de la pequeña urbe en la cosmópolis de hoy), una explicación erudita del origen del vehículo y su rol como apoyo dúctil y práctico al ejercito de los EE.UU en la segunda guerra (fue, qué duda cabe, el DC-3 de los caminos), a la que se suman una secuencia de las caravanas anuales del club que agrupa a los “locos” por el carrito verde olivo y, finalmente, un homenaje a los willyseros de Santa Cruz y de Bolivia.

Es un banquete para los mecánicos, para los fanáticos de los autos antiguos, para los conductores de aventura, pero sobre todo un canto de amistad a través de los juntes y picadas de los willyseros que exhiben sus jeeps chalingas, o los otros que han convertido una chalona en un Willys de lujo tras ardua y costosa, tanto como fascinante, tarea de reconstrucción.

El jeep Willys, como la peta de Volkswagen, es un emblema y mito. Lo relevante de este caso es que su versión civil tuvo que ver con un momento histórico cruceño, aquel en que el polvo, el barro, los baches y las aceras de casi un metro entre horcones de los años 50 y 60 del siglo pasado, dibujaban el perfil de una ciudad en la que era muy difícil pasar por una calle del centro sin cruzarse con la característica silueta del inefable Willys, descubierto o con capota de toldo, o con un techo hechizo.

Cómo no crear un club Willys para perpetuar la memoria y el homenaje a ese instrumento de transporte tan identificado con la región. Ocurrió en 2003 con la fusión de dos grupos, uno del Pari y otro del barrio de los choferes. En buena hora. Para muchos de sus miembros el Willys es parte inseparable de sus vidas, de sus momentos más importantes y de sus recuerdos más queridos. Así lo refleja el autor en los conmovedores testimonios que incluye en las páginas de esta amena obra.

Igual que el “Rover” que llevó el modulo lunar a nuestro satélite, los Willys enviados a la guerra cabían en una caja, debían armarse como un rompecabezas perfecto, con un peso determinado y con una forma tal, que fuese posible contar con eficiencia con un instrumento de transporte imbatible. Después, en su versión civil y con el paso de los años, el mito se transformó -sin perder su alma- en una realidad comercial (“de tal palo tal astilla”, reza una publicidad para su venta en serie), pero el original es el original y la nostalgia y el amor por lo que significa en la sociedad cruceña, se mezcla con las manos que moldean, que pintan, que lubrican y garantizan el ronroneo característico de su motor.

Cómo dice Osman Patzi, el Willys es -¿porqué no?- patrimonio cultural de Santa Cruz.