Existen momentos en la historia del planeta en que los seres humanos son convocados a mirar la totalidad, de manera contraria al transcurrir de la vida cotidiana en que las circunstancias particulares, los intereses confrontados, la necesidad de construir al “otro” -en el mejor de los casos como diferente, en el peor como “enemigo”-; se convierte en una característica intrínseca a la convivencia individual y colectiva. Estamos habituados a vivir un mundo en que la separatividad se impone en las distintas dimensiones de la realidad, como si se tratara de una condición del ser humano, de su sobrevivencia o del logro de su felicidad, siempre a expensas del otro.

La crisis generada por la expansión imprevisible del virus (Covid-19) que ha inundado la mayoría de los espacios ocupados por los humanos en pocas semanas, con el riesgo de que se generalice sin distinción, convoca a percibirnos como parte de una comunidad global. El cierre de fronteras internacionales o regionales que es asumido como medida de sobrevivencia de un grupo en particular, buscando aislarse del peligro que representan los otros, en realidad ayuda a la disminución del contagio en general. En otras palabras, el estilo político de la doctrina Monroe, conservando las esferas separadas propagada por el país del norte y otros países, no prospera en esta situación, pues solo es útil en la medida en que es pensada globalmente para evitar la propagación del virus, y no así como a un autoaislamiento ilusorio.

En este escenario, la toma de decisiones y los tiempos oportunos para hacerlo son claves, tanto a nivel individual como colectivo. De ahí que el papel de los gobernantes y de la política resulta fundamental como factor ordenador de una convivencia humana plagada de contactos directos entre personas, entre las personas y las máquinas, entre las personas y los objetos que han creado. No obstante, el mundo de los gobiernos y las instituciones es justamente el que representa la confrontación, la diversidad de visiones e intereses económicos, sociales y políticos; por lo que quienes juegan ese rol, hoy están en la mira de los otros, que están en apronte para arremeter y descalificarlos ante el mínimo error. En este juego de posiciones, una decisión acertada permite construir un objetivo compartido y la adhesión de los otros generando un inusitado bien común. Esto ha sucedido en España, cuando el presidente Pedro Sánchez se tardó en tomar decisiones y la oposición de derecha lo cuestionó poniendo en riesgo su legitimidad, hasta el momento en que se decretó el estado de alarma y todos sumaron fuerzas para sostenerlo, aunque siempre hay resquicios para mantener la crítica, en este caso, la ausencia de medidas paralelas para atenuar el impacto económico y social en el mediano y largo plazo; por tanto con las decisiones que se tomen estos días se está jugando el poder, y no es de ninguna manera como el presidente López Obrador se defendió en la prensa señalando que “una cosa es la política y otra es la salud pública”.

La vinculación del virus con la política se agrava para Bolivia por la proximidad de las elecciones. Los candidatos compiten por instalar como primicia la noción de deponer intereses políticos e ideologías en aras del bien común. Simultáneamente los actuales gobernantes (nacionales y subnacionales), están jugando su prestigio frente a la necesidad de tomar decisiones acertadas. De hecho, todo esto resulta irrelevante ante un contexto global que remueve las estructuras internas y externas de los humanos y plantea desafíos absolutamente novedosos que exigen buscar y encontrar éxitos comunes, que trasciendan todas las fronteras particulares.