Hernán Terrazas E.

En su historia republicana Bolivia tuvo muchos golpes de Estado protagonizados por jefes militares. En algún momento se llegó al extremo de tener tres o más presidentes en menos de 48 horas, pero eso es cosa de un pasado afortunadamente remoto.
Desde 1982, cuando se estableció la democracia se han presentado momentos críticos, como el secuestro del doctor Hernán Siles en 1984, el enfrentamiento de militares y policías en la Plaza Murillo en febrero de 2003, el derrocamiento de Gonzalo Sánchez de Lozada en octubre de 2003, la renuncia de Carlos Mesa en 2005 y, hace poco, la salida apurada de Evo Morales a un falso exilio luego de un alzamiento ciudadano en 2019.
En ninguno de estos casos, sin embargo, se trató de un “golpe”, aunque ese fue un elemento que figuró varios años en la narrativa del actual gobierno para describir lo que ocurrió después de las elecciones de 2019, cuando varios organismos internacionales, incluida la Organización de Estados Americanos (OEA) denunciaron un fraude electoral que iba a beneficiar al candidato del MAS, Evo Morales.
En esta época, el término “golpe” se ha convertido en una manera poco creíble de descalificar las críticas a los gobiernos del socialismo del siglo XXI. Desde tiempos de Evo Morales, hasta ahora que autoridades del gobierno han denunciado la existencia de una conspiración para acortar el mandato presidencial, el “golpe” está siempre a la mano, porque se trata sobre todo de una acción tradicionalmente vinculada a militares y, por supuesto, a la derecha. Es decir que nadie quiere “golpear” a otro gobierno que no sea el que supuestamente abandera las causas populares.
Hablar de “golpe” o denunciar una asonada tiene, además, algunas ventajas. Resulta, por ejemplo, muy eficaz a la hora de buscar el respaldo internacional, mucho más cuando, como ocurre hoy, está convocada una Asamblea de la OEA, que seguramente emitirá algún tipo de resolución al respecto, independientemente de que tal extremo haya ocurrido o no.
Es obvio que la comunidad mundial, por lo menos aquella que defiende la democracia, se pronuncie de inmediato en apoyo a la autoridad legítima cuyo mandato se quiere supuestamente acortar por la vía de las armas.
Y ocurre lo mismo a nivel interno, porque a ningún líder de la oposición democrática se le pasaría por la cabeza estar detrás de una aventura de este tipo. En América Latina, el “complejo” de “golpe” es algo que no se ha podido superar del todo y cada
que se presenta alguna denuncia en ese sentido se remueve la memoria del drama vivido durante la década de los años setenta del siglo pasado, aunque no necesariamente haya razones de fondo para pensar que algo así pueda volver a suceder.
En Bolivia los gobiernos del MAS desenterraron la palabra “golpe” para transformar un acto de cobardía, la huida de Evo Morales, en la gesta heróica de un mandatario que es alejado violentamente del poder por defender a su pueblo y, de paso, meter en la misma bolsa “golpista” a todas las fuerzas de oposición democrática, encarcelar a algunos líderes con acusaciones infundadas e intimidar a una sociedad movilizada.
Parecería que todos los que están con el gobierno son demócratas y todos los que están en contra, incluidos los propios compañeros de partido, son “golpistas”. Entonces, si alguien cuestiona la falta de dólares, la pérdida de reservas internacionales, la estafa del litio, la escasez de combustibles o la corrupción que campea en el sector público, se lo descalifica rápidamente ubicándolo en el lado de los “conspiradores”.
Todo esto es especialmente evidente cuando los números del líder “golpeado” van de mal en peor. En el caso del presidente Arce, por ejemplo, durante las últimas semanas se supo, por los resultados de diversas encuestas y estudios, que su aprobación ha caído a menos del 18%. Es decir que el 82% de la gente reprueba su gestión, sobre todo por las consecuencias de una crisis económica, inocultable, que ya se empieza a sentir en los bolsillos de los bolivianos.
Se sabe, incluso y de boca de asesores del entorno presidencial, que el presidente habría decidido no ser candidato para las próximas elecciones ante la constatación de que no goza del respaldo que esperaba. De hecho, las mismas encuestas revelan que la intención de voto de Arce cayó por debajo del 10%.
Si los números personales son reales, lo son más los que describen la peor situación económica en más de 40 años. Caen las exportaciones, la inversión privada extranjera es prácticamente inexistente, no hay gas, ni combustibles, comienzan a escasear los medicamentos y otros bienes de consumo masivo, la escasez de dólares no muestra signos de cambio y la economía en general ingresa inexorablemente a una fase de contracción.
Por dónde se vea, el panorama es crítico y el margen de maniobra presidencial es prácticamente nulo. Con un partido en desbande, organizaciones sociales que miran en otras direcciones para encontrar un salvador electoral y apenas un puñado de burócratas más leales a su sueldo y sus negocios que a su jefe, Arce camina peligrosamente sobre la cornisa a menos de dos años de la conclusión de su mandato.
Y entonces aparece un general carismático con la tropa como Juan José Zúñiga que, para demostrar su lealtad a toda prueba al jefe de Estado, asegura que las Fuerzas Armadas no permitirán que Evo Morales vuelva a ser candidato y que incluso amenaza con detener al expresidente, solo para recibir a cambio y como inesperado “premio” su relevamiento como comandante del Ejército.
Cualquier guionista principiante podría continuar fácilmente con esta historia. El general frustrado se retira a sus cuarteles, encabeza un acto militar pese a haber sido relevado y ordena dramáticamente a su tropa desplazarse, con todo y blindados, al mismísimo kilómetro cero de la política nacional, para ajustar cuentas, cara a cara, con el ingrato.
Por donde se vea, no es un “golpe”. A lo sumo podría tratarse de un “berrinche”, pero la presencia de la tropa, del blindado embistiendo la puerta de Palacio, la filmación en vivo e ininterrumpida del incidente, los pronunciamientos oficiales, la histriónica intervención presidencial para ordenar la desmovilización inmediata de los efectivos en el zaguán palaciego, crean por lo menos el escenario y distribuyen a los protagonistas de manera que todo pueda ajustarse al objetivo final de mostrar, una vez más, el desenlace de una trama supuestamente “golpista”.
No importa que el principal responsable, antes de ser detenido, denuncie que todo fue por una orden del presidente -auto golpe - y que luego sea presentado como un simple delincuente, no importa que grupos de ciudadanos de manera espontánea en la Plaza Murillo hubieran coreado consignas como “!esto no fue golpe, esto fue teatro!”, mientras funcionarios públicos gritaban “Lucho no estás solo”, lo que bastaba era que la desgastada palabra “golpe” volviera a escucharse y que la víctima, el presidente Luis Arce, apareciera como un anémico “héroe” a celebrar, junto a sus más cercanos, un día más de mandato en medio del caos. En ese momento, de forzada celebración, todo parecía fríamente calculado.