A fines de los 80 e inicios de los 90 los países latinoamericanos estabilizaron sus economías después de una “década perdida” marcada por alta inflación y crisis de la deuda.
En la región la mayor parte de los estudiantes de economía estábamos cautivados por la macroeconomía. El contraste entre los turbulentos ochenta y la relativa estabilidad de los noventa nos marcó.
Incluso existía el Programa Interamericano de Macroeconomía Aplicada (PIMA) en la Universidad Católica de Chile, donde economistas de la región confluían para aprender cómo hacer “macro”. Yo me enamoré del PIMA cuando visitando la casa de mi primo José Eduardo Gutiérrez vi su título de “Especialista en Macroeconomía Aplicada”. Yo quería ser eso; y a eso apunté. Gracias a Dios y a mi familia, lo conseguí.
Este siglo la macro fue perdiendo encanto por la mayor disponibilidad de datos que permiten estudiar mejor los temas microeconómicos y sociales y diseñar “políticas basadas en la evidencia”.
La macro también pasó de moda por el auge económico que favoreció a la región entre 2005 y 2015, con la excepción de la crisis financiera de 2009. A eso se sumó que la macroeconomía se hizo más cuantitativa, de la mano del avance computacional.
En lo personal y luego cuatro años en análisis macroeconómico en Chile, ocho años en el Banco Central de Bolivia y un año en planificación para el desarrollo, mi incursión en el sector privado me hizo comprender que la conjunción de múltiples barreras en los diversos mercados es lo suficientemente poderosa como para frenar el desarrollo.
Todo cambió nuevamente con la pandemia. La interrupción de la actividad económica por motivos sanitarios requirió diseñar e implementar programas macroeconómicos para promover la rápida recuperación. Y luego la aceleración de la inflación necesitó de políticas contractivas para detenerla. En la mayor parte del mundo, la macro volvió a estar de moda estos años.
En nuestro país la macro estaba en segundo plano. De hecho, era uno de los pocos pilares de competitividad en los que el país tenía una evaluación razonable antes de la pandemia, según el Foro Económico Mundial.
Todo cambió con la crisis de balanza de pagos que se materializó en 2023. La falta cada vez más notoria de dólares y la gradual ampliación de la brecha cambiaria ha puesto de manifiesto un agudo desequilibrio externo. Casi todos los economistas volvimos a acordarnos de la macro (y de su importancia).
En medio del torbellino de sucesos que hemos experimentado estos meses, me puse a analizar junto con mi equipo del Centro Boliviano de Economía (CEBEC) este tipo de eventos en el pasado.
Y encontramos que nos está pasando lo mismo que a varios países les sucedió décadas atrás. El mercado paralelo, la brecha cambiaria e incluso las respuestas de las autoridades tienen una similitud asombrosa con crisis del pasado. En esos casos, el ajuste macroeconómico fue la vía necesaria de salida para superar estos escollos.
La solución a la crisis pasa por exportar más en términos netos; y para eso hay un precio clave que tendrá que modificarse, ya sea de hecho o de derecho. Es más, el mercado se descomprimiría si se permitiese transar libremente la moneda extranjera. A la par se debe encarar un efectivo plan de ajuste para la pronta solución.
Pero las crisis pueden ser más largas, como nos lo ha mostrado el caso de Argentina. Tanto así que Andrés Neumeyer, un destacado economista argentino, investigó con rigor académico por qué su país estuvo una década en crisis. A propósito, él será uno de los expositores principales de la Conferencia Boliviana de Desarrollo Económico en Tarija en noviembre próximo.
Desde CEBEC hemos orientado a todo tipo de empresas sobre la situación y sus causas, los probables escenarios futuros y las estrategias empresariales adecuadas. Pero cada interacción con empresas es cada vez más dolorosa en esta amarga venganza de la macro.
Como titula una balada de la banda de rock Cindirella “Uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde.”