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Quentin Tarantino no piensa hacer más películas que una última película. Prefiere dejarlo en la cumbre. “Conozco la historia del cine y de aquí en adelante los directores no mejoran”, contó a Bill Maher en Real Time. 

Tarantino tiene 58 años, y Maher, de 65, se revolvió en su silla para replicarle que seguro que ahora haría mejor Reservoir Dogs que en 1992. Quizás sí, admitió, pero no lo intentará.

Tarantino, ahora también novelista, dejó ver su hartazgo con la presión por la corrección política imperante en Hollywood. “Algo que ha sucedido, especialmente en este último año, es que la ideología es más importante que el arte. La ideología se impone sobre el arte, sobre el esfuerzo individual, sobre lo bueno, sobre el entretenimiento”. 

Estaba en terreno amistoso, porque Maher es abiertamente de izquierdas pero crítico con lo que llaman allí cultura woke o de la cancelación. Ese compromiso con causas justas tan susceptible que cae en tics censores como los de los reaccionarios.

Tampoco ha tenido tanto problema Tarantino, que siempre hizo lo que le dio la gana. Tiene cierta razón en que el activismo no puede impregnarlo todo. La ola irrumpe en festivales y galas: los Globos de Oro están bajo asedio por la falta de diversidad de su jurado; los Oscar llevan años primando el cine más comprometido y San Sebastián ha decidido que no dará premios a mejor actriz y mejor actor, sino a la mejor interpretación porque el género “es una construcción cultural y política”. Lo que llevará, como evidente efecto secundario, a que menos mujeres (y hombres) sean premiados.

Hay motivos de sobra para denunciar el racismo, el sexismo y otros prejuicios en la industria audiovisual y en todas las demás. Pero una buena causa no garantiza una buena película. Y siempre hubo grandes películas sin más causa que hacer que te lo pases bien. La creación se mueve mejor sin un estrecho corsé.

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