Jorge Richter Ramírez

El país está desequilibrado y con tendencia a quebrarse nuevamente. Viene sucediendo, con asiduidad, que el momento extraordinario de crisis se convierte en lo cotidiano, produciendo una costumbre perturbadora de nuestras posibilidades como país. El negacionismo de una crisis económica con transferencias de responsabilidades impide alcanzar a comprender que, la exposición pública, siempre subjetiva de culpas, no soluciona mecánicamente los problemas. Cerrar los ojos a la realidad, no hace que esta no exista. Proclamar verdades incompletas no oculta el enredado ambiente que señala un diario vivir de preocupaciones, imposibilidades y angustias de la sociedad individual u organizada.

Gestionar conflictos es un trabajo artesanal que debe aprender de forma inmediata quien se ofrece a gobernar un país. Las crisis políticas, sociales, económicas, estatales, institucionales, para ser superables requieren sobrepasar aquellos factores que las determinan. Uno de ellos, es la preservación, casi intangible, de lo que se denomina legitimación social. Un concepto que, en términos de Max Weber, refiere a la capacidad “de reconocimiento de un ejercicio de dominación, es decir, de la idea de que la crisis sobreviene cuando el sistema político no obtiene la entrega de la lealtad de masas en el nivel requerido”. Jürgen Habermans, quien también expuso analíticamente los problemas de legitimación que soportaban las sociedades del denominado capitalismo tardío, asoció el concepto a una creencia social y generalizada de que el sistema va causando, de forma constante, un continuum de desigualdades e inatenciones injustificadas; así, una crisis de legitimación surge cuando las expectativas no pueden satisfacerse con recompensas conformes al sistema.

La legitimación social expresa una suerte de reputación y reconocimiento de algún atributo encomiable y distintivo de admiración. El prestigio y la reputación de un actor político o gobernante se construye sobre la base de su capital simbólico que está relacionado con la legitimación. Ésta tiene a su vez relación con la credibilidad y confiabilidad que logra un político. La actual gestión gubernamental asentó su capital simbólico en un conocimiento diferenciado de capacidades económicas para la administración del Estado. Las interpelaciones constantes sobre la capacidad de reacción resolutiva a problemas económicos dificultosos y urgentes han devastado la credibilidad de expectativas sociales de una posible respuesta que diluya la crisis. Tanto la credibilidad como la reputación política y el capital simbólico del gobierno nacional han disminuido a niveles críticos si no dramáticos.

La presentación de los datos del Censo ha sido inmediatamente colocada entre signos de interrogación. La no credibilidad de las estadísticas alcanza al gobierno con acusaciones de manipulación en los números expuestos al país. En miradas inmediatas a lo dicho por el INE, se dijo que los datos no coinciden con la información que cursa en las instituciones municipales y de gobernaciones. Las razones técnicas para objetar el censo no han sido las más utilizadas en los argumentos conocidos, no hay referencias al proceso emigratorio de nuestro país y las proyecciones que trabajó el INE estaban construidas sobre datos históricos y extrapolaciones del censo del año 2012, lo que disminuye la posibilidad de proyecciones eficientes y reales. Sin embargo, en todos los departamentos resuenan las voces que, con distintos tonos, hablan todas ellas de un censo no creíble y por lo tanto no aceptado.

Cuando la legitimidad se diluye, la consecuencia inmediata es una: la credibilidad que se extingue. Hoy, el gobierno tiene la necesidad de salir de su círculo rojo y reconstruir apoyos que le otorguen una nueva legitimidad. Junto a ello, requiere dialogar y encontrar consensos que aseguren la gobernabilidad mínima y necesaria para el tiempo de gestión que aún falta. El argumento de boicot desde la Asamblea Legislativa, conspiraciones constantes y fantasmas de golpes de Estado que ocurren a diario no construyen apoyos ni certidumbre. Quien un día se postuló para gobernar el Estado, tiene la obligación suprema de velar por la correcta estabilidad social, política y de gobernabilidad como elementos esenciales del buen gobierno.

Santa Cruz ya vivió un paro cívico. Otros departamentos mantienen su cuestionamiento a los resultados divulgados por el Instituto Nacional de Estadística. Los resultados no son reconocidos porque el gobierno se debate en un constante proceso de deslegitimación. La personalidad de quien concentra las decisiones mayores del Estado no puede ser evasiva a la realidad vivida por todos.

Se dice con razón que los gobiernos son los actores que más desconfianza generan en la actualidad, allí, la reputación y el prestigio de quién comanda al Órgano Ejecutivo debe ser supervigilada decidida y firmemente. Esta firmeza pasa por dialogar, comprender, consensuar, flexibilizar y decidir con la mirada colocada en el interés de los bolivianos y el Estado Nacional. Y por supuesto saber que la legitimación social no es permanente, perenne, ni su construcción fue a perpetuidad pues depende de tantísimas variables contextuales.