La relación de la burocracia estatal con el tiempo de los demás, mediante sus acciones u omisiones, desnuda la esencia del tipo de poder vigente en un cierto momento. La posibilidad y capacidad efectiva de cada persona para emplear el suyo, de manera que resulte individual y colectivamente más fructífero, es uno de los marcadores más confiables del ambiente de libertad del que disfruta o se priva a una sociedad.

Mientras más atrasada y rudimentaria es una burocracia, como ocurre en la mayoría de los países de nuestra región, será más despiadada y derrochadora con el tiempo de quienes estén sometidos a sus decisiones. La escala en que se administra nuestro tiempo, por parte de aquellos que controlan una parcela del poder público, va desde la más reducida y acotada que afecta a una sola persona, hasta la que nos involucra a todos los miembros de una sociedad.

En el plano individual, todos conocemos el peso del arbitrio burocrático que puede imponernos, por la angustia que provoca la espera, sea de una firma, un sello, una audiencia, una consulta médica. El solo derroche del tiempo, energía o paciencia de una sola persona constituye, por sí y sin necesidad de otro agregado, un acto de corrupción, porque la naturaleza de lo corrupto es el abuso del poder.

Nos hemos acostumbrados a no identificar ese acto primigenio de la corrupción, focalizando toda nuestra atención en su segundo grado, que es el desfalco de los bienes comunes o, en la escala micro que se está considerando aquí, el extorsionar a la víctima, obligándola a pagar para liberarla del secuestro de su tiempo -de trabajo, de atención a su salud, a su familia, etc-.

Para poder liberarnos de desfalcos y extorsiones, en cualquiera de sus niveles o instancias, y ante la inacción de los órganos fiscalizadores, es indispensable hacer que funcione el control social sobre el Estado y sus agentes, comenzando por verificar si respetan o malgastan el tiempo de los demás. Quien se aparte de los tiempos estandarizados es, por definición, un actor corrupto.

La digitalización de los trámites, la transparencia plena, mostrando en tiempo real la evolución de cualquier carpeta, solicitud o cumplimiento de requisitos, con registro del tiempo efectivo que permanece en cada escritorio o departamento es perfectamente posible, en casi cualquier instancia estatal.

Cuando estos criterios, aplicables al control de gestión de trámites individuales, se extienden al manejo del tiempo de grandes grupos sociales, los resultados serán sorprendentes. La ejecución de algunas obras públicas es uno de los ejemplos en cómo puede tirarse por el caño el tiempo de decenas o centenares de miles de personas.

Los plazos que se toman empresas, contratistas y autoridades para la ejecución de obras viales urbanas (pasos de nivel, túneles, puentes), alcantarillados y otras exhibe un desprecio gigantesco por el tiempo de la ciudadanía y contribuyentes, obligados por meses o años, a someterse a congestiones, atascos y atrasos de toda naturaleza que hacen estragos en la productividad, tanto como en el equilibrio emocional y el bienestar de poblaciones enteras.

La mezcla de ignorancia, insensibilidad burocrática -bajo fundada sospecha de que los alargamientos de plazos no son gratuitos- va más allá de la negligencia y la inoperancia.

Cuando se trata de obras que cubren territorios mayores, como la siempre inacabada carretera de Santa Cruz a Cochabamba, por cuyo tramo por El Sillar estamos pagando 14 millones de dólares por kilómetro, los perjuicios y daños económicos se multiplican, mientras el malgasto de tiempo del conjunto de la sociedad resulta aplastante.

No estamos empleando las herramientas de la participación y el control social que la Constitución pone en nuestras manos -y las “leyes marco” han desvirtuado- para frenar el dispendio de nuestro tiempo, y el masivo e incesante abuso de poder que se ejerce diariamente, desde un Estado que funciona promoviendo el bien de sus administradores y ocupantes y no el de la sociedad, que lo sustenta y le da razón de ser.

Una cosa tan sencilla, como disputar y recuperar la disponibilidad del tiempo de cada uno y de todos, puede ser el inicio de una modesta e imprevisible revolución.