El Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) se ha convertido en una asamblea constituyente de facto y, por tanto, en el primer poder del Estado. Pero nadie lo eligió para tal fin y su mandato, limitado a resguardar el cumplimiento de la Constitución, ya caducó hace más de 10 meses. ¿Por qué se le permite seguir funcionando, arrogándose además un poder que no debería tener?

Una respuesta inmediata diría que ello se debe a que los demás órganos del Estado tienen menos poder todavía y carecen de la capacidad para oponerse, o han renunciado a ella, ya sea por debilidad o por conveniencia. O tal vez por una combinación de ambos.

El Ejecutivo, que ha perdido la mayoría legislativa y no tiene autoridad sobre las Fuerzas Armadas y Policiales, ha buscado apoyarse en resoluciones, opiniones y sentencias de ese Tribunal para mantener a raya a la oposición y tratar de resolver sus disputas y tensiones internas. 

El legislativo está fragmentado a tal punto que teme realizar pactos y acuerdos que permitan resolver problemas, cualquiera sea su importancia o urgencia. La oposición sigue desorganizada y no parece capaz de aprovechar ni siquiera los púlpitos a los que tiene acceso. 

La población ha perdido totalmente la confianza en los órganos del Estado y se mantiene prácticamente inmóvil esperando evitar así la aceleración de la crisis que ya ha visto llegar. Sólo se mueve, desde los márgenes, el movimiento cocalero, reducido a ser la guardia defensiva de su caudillo, asediado por los abusos que cometió en el pasado.

En ese panorama, el TCP hace lo que le viene en gana para mantenerse en el poder. Un día alienta el retorno de Evo Morales y al otro lo proscribe de nuevas elecciones. Un día abre las puertas a las nuevas elecciones judiciales y al otro las entrecierra, perturbando los procesos de selección de magistrados. Y así, entre silbatinas y aplausos, siguen usurpando funciones sin lograr que el país recupere seguridad jurídica y respeto a la ley.

En su última Auto Constitucional ha definido que la reelección presidencial sólo permite dos mandatos, sea continuos o discontinuos. Esto se adecúa a la tradición constitucional boliviana y resuelve un problema derivado de la mala redacción de la Constitución del 2009 y la caprichosa interpretación que hicieron magistrados anteriores del TCP sobre la vigencia de los artículos transitorios. 

Lo curioso es que el TCP se haya atrevido a ir más allá extendiendo la misma restricción a todos los “cargos electivos”. Según su sentencia, no pueden ejercer más de dos mandatos los presidentes de Senadores ni Diputados, y según algunos interpretan, tampoco los Alcaldes y Gobernadores, e incluso se limitaría a un máximo de dos mandatos a senadores, diputados, asambleístas y concejales.

Ninguna de estas restricciones está referida en la Constitución, lo que permitía que a esos niveles de gobierno y en función de su grado de autonomía o capacidad reglamentaria, se resolvieran con mayor flexibilidad los problemas o dilemas de la reelección. 

Donde se considere la necesidad de una clase política más profesional se permitirá una permanencia más prolongada, y eso lo decidirán los municipios o departamentos según sus criterios.

El TCP ha decidido, sin que nadie se lo pida, escribir un nuevo artículo de la Constitución, limitando el mandato de cualquier autoridad electa a dos periodos. Esto es claramente un exceso. No tiene atribución alguna para ampliar o restringir la Constitución, pero lo está haciendo al amparo de la debilidad de los demás, y de las silbatinas y aplausos que va provocando con sus decisiones, logrando además que se olvide su carácter espurio o su condición ilegal.

Independientemente de que estemos o no de acuerdo con el fondo de la cuestión, lo evidente es que el TCP sigue desordenando nuestro sistema normativo y debilitando la institucionalidad. 

* El autor es investigador social