Había una vez dos ranas que cayeron en un recipiente de nata.

Inmediatamente se dieron cuenta de que se hundían con mucha facilidad, era imposible nadar o flotar demasiado tiempo en esa masa espesa, que como arenas movedizas se las devoraba sin piedad.

Al principio, las dos ranitas patalearon en la nata haciendo todo el esfuerzo para llegar al borde del recipiente. Pero era inútil; solo conseguían chapotear en el mismo lugar y hundirse más. Sentían con horror que cada segundo era más difícil salir a la superficie y respirar.

Se acababa el tiempo y solo atinaban a mirarse, porque al croar la nata ingresaba a sus bocas y les quitaba la respiración.

Sin luchar

Con el último aliento una de ellas dijo en voz alta: “No puedo más. Es imposible salir de aquí. En esta materia no se puede nadar. Ya que voy a morir, no veo porqué prolongar este sufrimiento. Quiero acabar con esto y mientras más rápido mejor. No entiendo qué sentido tiene morir agotada por un esfuerzo estéril”.

Dicho esto, la triste ranita dejó de patalear y se hundió con rapidez, siendo literalmente tragada por el espeso líquido blanco.

Una burbuja de leche y nata se instaló en el espacio donde el verde animalito desapareció.

La otra rana, más persistente o quizá más tozuda se dijo: “¡No hay manera! Nada se puede hacer para avanzar en esta cosa. Sin embargo, aunque se acerque la muerte, prefiero luchar hasta mi último aliento. No quiero morir un segundo antes de que llegue mi hora”.

Esas palabras llegaron a sus patitas y fue como una orden, continuó pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar ni un centímetro, durante segundos, minutos y horas.

Y de pronto, de tanto patalear, batir las ancas, agitar y golpear con mucha fuerza, la nata se llegó a convertir en mantequilla.

Sorprendida, la ranita dio un salto y, patinando y resbalándose de extremo a extremo, llegó hasta el borde del recipiente. Desde allí, pudo regresar a casa croando alegremente.