Para quienes han perdido a sus seres queridos, la distancia se acorta cada vez que visitan sus tumbas. Las despedidas nunca se superan, pero el consuelo llega en los camposantos, donde el dolor se mitiga y la paz se siente entre recuerdos y citas cotidianas.

Su compañera de toda la vida partió de este mundo hace casi un año y medio, a solo cuatro meses de cumplir 70 años, el mismo tiempo que acude diariamente a visitarla en su tumba, porque es el momento en que encuentra consuelo a su dolor. Esa es la rutina de Moisés Aliaga, de 72 años, que solo al hablar de la mujer con la que tuvo sus cinco hijos, se quiebra en llanto.

Ahora disfruta de sus ocho nietos, pero acudir a la tumba de su esposa, conversar y rezar por ella, lo conforta.

Asegura que las secuelas del covid-19 le jugó en contra a su esposa, lo que agravó la diabetes que padecía. “Se le complicó todo, sus órganos se comprometieron y no aguantó ni 24 horas”, lamenta.

Suspira solo al recordar un día con ella, pues el cansancio de las largas horas de trabajo, se volvían reconfortantes con solo llegar y compartir la comida que siempre le tenía preparada. “Vivíamos bien y compartíamos todo, ella me cuidaba y yo la cuidaba”, dice entre lágrimas.

“Duele el alma perder a su media naranja, todo queda vacío. Nosotros nunca tuvimos problemas, siempre vivía para mí y yo para ella, por eso vengo todos los días a visitarla. Converso con ella, sé que está conmigo siempre”, dice.

Es el segundo Día de Difuntos que pasará sin su esposa, por eso también siente nostalgia y recuerda toda la vida que pasaron juntos.

Recuerda que lucharon para poder tener algo con qué sustentarse en la vejez, por eso tienen algunos alquileres.

Cuenta que dos turbiones del Piraí se llevaron sus dos casas, pero ellos estaban con toda la fuerza de la juventud, por eso decidieron seguir adelante. La riada del 83 sepultó su vivienda y el siguiente también se llevó  la otra que habían construido.

“No quisimos irnos al Plan Tres Mil, porque cuando llovía no se podía entrar ni a pie y cuando hacía sol tampoco porque todo era lleno de arena. Mis hijos estaban chicos y necesitaban ir a la escuela, por eso busqué en un barrio nuevo por la avenida Santos Dumont”, relata.

Moisés es de Los Yungas, pero cuando entró al cuartel lo destinaron a Santa Cruz y se quedó en esta tierra, donde conoció a la mujer con la que formó su familia.

A sus 73 años, Miguel Durán cuida con esmero el mausoleo que él mismo construyó. Allí descansan los restos de su esposa, de sus dos hijos y de otros familiares, a quienes acoge provisionalmente mientras les consiguen otro lugar.

Miguel acude cada lunes sin falta, aunque también va cuando la tristeza lo invade. Asegura que es en ese rincón donde se siente más cerca de sus seres queridos y donde encuentra un poco de consuelo para su dolor.

El mausoleo, que destaca por el cuidado con que lo mantiene, se encuentra frente a las cruces de las víctimas de covid-19, quienes fueron enterrados en fosas, al nivel del suelo. Muchas de esas lápidas y nombres han sido devoradas por el tiempo, hasta el punto de que resulta imposible identificar quién yace allí.

Durán, albañil retirado, dedica su tiempo a mantener las tumbas de sus seres queridos en buen estado. Su esposa partió hace diez años, y desde entonces, cada lunes él va a rezar y a compartirle sus penas y alegrías.

Recuerda con pesar uno de los momentos más dolorosos de su vida, después de la partida de su esposa e hijos fue cuando tuvo que trasladar sus restos de otros nichos al mausoleo. “Es como darse cuenta de que, como dicen las escrituras, la vida termina en polvo. El dolor pesa y duele como el primer día”, confiesa con la mirada baja, mientras muestra los osarios donde descansan sus familiares.

En contacto con los muertos

Mauricio Porras Guardia (26) trabaja hace unos seis años en el cementerio Sagrado Corazón de Jesús. “Gracias a Dios el año redondo trabajamos, por mi padre llegué acá, porque él también era constructor. Pertenecemos a un sindicato”, cuenta.

Ellos construyen mausoleos, revestimientos y tapan las tumbas. También trasladan los restos de los difuntos, cuando las personas hacen los trámites para llevarlos a otros cementerios o colarlos en los osarios.

“Algunos tienen creencias y hacen ceremonias para sepultarlos y para sacarlos”, comenta, al indicar que tienen su indumentaria de bioseguridad para ese trabajo.

“Nunca me ha pasado nada, por algo se les dice camposantos”, dice al indicar que no teme a los que ya no están en este mundo.

Recuerda que en la época de la pandemia del covid-19 perdió a dos de sus compañeros de trabajo, pero a ellos les tocaba sepultar en las fosas comunes.

 “A veces tocaba enterrar nueve cuerpos, por eso la gente ha puesto su cruz para que cuando los visiten sepan en qué lugar están”, indica.

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