Tengo un amigo en Buenos Aires que es capaz de llorar de solo ver a la expresidenta Cristina Kirchner, a quien llama cariñosamente ‘la yegua’, uno de esos tantos insultos contra ella que sus simpatizantes han convertido en banderas de lucha: en manifestaciones en defensa de los derechos de la mujer se pueden ver poleras estampadas con la frase: “Sí, somos todas yeguas”. Otra buena amiga porteña puede trasnocharse con tal de escuchar los discursos completos de Cristina. Pero también escucho quejas en Buenos Aires: una señora de sólida clase media me dice que ella no es ‘Cristina’ sino ‘la Cristina’, y pronuncia ‘la’ con violencia: “Es que no era educada, hacía esperar a la gente en las reuniones y viajaba con tres peluqueros”. Me cuenta que votó por Mauricio Macri y que, por suerte para el país, “él es ingeniero, ¿viste? El problema es que tuvimos muchos presidentes abogados.

Macri, en cambio, hará mucha obra: puentes, edificios, etc.”. Me entero de que ella fue maestra de escuela y, ante la utopía que me dibuja, le pregunto si, ahora que hay huelga de maestros, no estaría ella marchando contra el presidente Macri: “Nunca estuve de acuerdo con las huelgas.

Lo que le hace falta a este país es trabajar”. La señora no piensa de forma muy diferente a la señora de la limpieza del edificio en el que me estoy quedando, que también tiene un claro responsable para la crisis: Cristina, que gobernó el país con mafiosos y lo ha llenado de ladrones extranjeros: “colombianos, brasileños, peruanos, etc”. No menciona a los bolivianos porque sabe que yo lo soy, pero imagino que lo piensa. 

Todo remite a Cristina, una figura que provoca, literalmente, amores y odios por partes iguales: en una encuesta reciente, su apoyo es del 46% y el rechazo da la misma cifra. Su legado se discute con fervor y es el principal responsable del triunfo de Macri: el populismo kirchnerista se concentró en “aliviar las necesidades materiales apremiantes de los sectores bajos” (las palabras son de los analistas Carlos Gervasoni y Enrique Peruzzotti), pero dejó una estela de corrupción que permitió el ascenso de la derecha. Al final, pese a los logros sociales, muchos votantes, incluso los más beneficiados por las políticas kirchneristas, terminaron apoyando a quien suele ser su enemigo. Como dice el economista Mohamed A. El Erian, “Más que un caso de ‘atracción’ hacia las políticas económicas de la derecha, el giro político refleja un ‘rechazo’, relacionado con el crecimiento anémico y la mala provisión de servicios públicos”. 

Los defensores del legado del kirchnerismo son la cara más visible de la oposición al modelo neoliberal que trata de imponer Macri: solo en el último mes ha habido siete marchas y dos paros generales, y sectores como el educativo están en huelga y confrontación permanente. Estuve en Córdoba y me sorprendió la convocatoria de la marcha por el día de la memoria, que conmemoraba los 41 años del golpe militar de Videla: junto a cualquier ciudadano que quería marchar se encontraban los grandes carteles de los partidos de izquierda y los sindicatos peronistas –fotos y dibujos de Perón, Evita, Néstor y Cristina por todas partes- en un ambiente relativamente festivo: se recordaba a los desaparecidos, pero también se bailaba en las calles al son de los tambores con el pedido de que cayera ‘la dictadura macrista’. Había tanta gente con consignas antigubernamentales en esa marcha que uno se hubiera sorprendido al saber que en Córdoba ganó Macri con comodidad. 

Hace un par de semanas también hubo una marcha de apoyo al Gobierno, pero la calle pertenece a la oposición. La escuela itinerante que se ha instalado en carpas frente a la Casa Rosada es una manera de mantener la presión, pero el Gobierno no está dispuesto a ceder y darles a los maestros un aumento de sueldo que esté en relación con la inflación. Una amiga cordobesa me dice que el problema es más serio que el aumento de sueldos, pues tiene que ver con una demonización de la educación pública (Macri dijo que había tenido la suerte de “no caer en la educación pública”), una falta de reconocimiento a todo lo que ha dado esa educación a la Argentina (premios Nobel, grandes escritores, etc). Todos reconocen que hay que reformar el sistema educativo para que el país sea más competitivo –hoy en el lugar 104 en el índice de competitividad global, de 138 países-, pero no saben por dónde empezar. Mientras tanto, la brecha social se amplía: la clase media hace todo por llevar a sus hijos a colegios privados.

Hay elecciones legislativas este año y el brutal ajuste económico de Macri no da los resultados prometidos: se quería una inflación del 17% para este año, pero el FMI ya ha anunciado que será de alrededor del 26%. Con un año y medio en el poder, Macri y su utopía de un país de crecimiento sostenido en el que no haya inflación –“si en otros países se pudo, ¿por qué aquí no?”, se preguntó alguna vez— está lejos de hacerse realidad. La inflación es la principal responsable del aumento de la pobreza: según el Observatorio de la Deuda Social Argentina, hay un millón y medio más de pobres a partir de los ajustes económicos y la escalada de los precios (el 29% de la población podía ser considerada pobre el 2015; hoy lo es el 33%). Con la baja del consumo ha disminuido la fe en que vendrán tiempos mejores. Al Gobierno parece no quedarle más recurso que recordar a los votantes que el período kirchnerista fue muy corrupto y criminalizar a los piqueteros que cortan las calles como medida de protesta. Es arriesgado que el voto sea un referéndum sobre Cristina: si bien todavía son muchos –y de diferentes clases sociales- los que la culpan de todos los males, ella está muy viva, con una base muy fuerte de apoyo y las suficientes armas como para captar el descontento que se palpa con Macri.