Tres décadas después del autogolpe que inauguró el gobierno autoritario de Fujimori, el periodista Gustavo Gorriti analiza las lecciones no aprendidas de lo sucedido.

8 de abril de 2022, 9:30 AM
8 de abril de 2022, 9:30 AM
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Militares en las calles de Lima el 5 de abril de 1992.

El 5 de abril de 1992, Alberto Fujimori cambió la historia de Perú.

El entonces presidente lanzó un mensaje televisado a la nación en el que comunicó la disolución del Congreso, la reorganización total del poder judicial, la suspensión de garantías constitucionales y la conformación de un gobierno de emergencia y unidad nacional.

Quedó en los libros como el autogolpe de 1992.

Con el apoyo de los militares, que se desplegaron en todo el país, y de su asesor estrella, Vladimiro Montesinos, Fujimori inauguró así un período de gobierno autoritario en que se llevaron a cabo agresivas reformas de la caótica economía peruana, se neutralizó la amenaza de la guerrilla maoísta de Sendero Luminoso y grupos militares a las órdenes del gobierno perpetraron numerosas violaciones de los derechos humanos que años después acabaron llevando al propio Fujimori a la cárcel.

El periodista Gustavo Gorriti fue secuestrado por las Fuerzas de Seguridad a las pocas horas del autogolpe. Liberado a los pocos días, fue uno de los mayores críticos del presidente y ha ganado crédito por su labor periodística y como uno de los observadores más respetados de la realidad peruana. 30 años después de aquel episodio, BBC Mundo conversó con él.

La charla tuvo lugar la misma semana en la que el presidente Pedro Castillo decretó un polémico estado de emergencia tras días de protestas callejeras.

Gustavo Gorriti.
CRIS BOURONCLE
Gustavo Gorriti.

Han pasado 30 años del autogolpe de 1992. ¿Se han cerrado las heridas en Perú de lo que fue aquello?

Las consecuencias continúan y son muy, muy evidentes. Desde tener siempre la candidatura de Keiko Fujimori en varias elecciones, definiendo destructivamente por dónde va la nación, hasta la discusión actual respecto al indulto a Alberto Fujimori. Despierta grandes pasiones, y condiciona en buena medida las reacciones de la gente. La dicotomía entre la población en favor de la democracia y el fujimorismo como sinónimo de la dictadura persiste todavía en gran medida, aunque da signos claros de vejez ante el desarrollo de nuevas corrientes y nuevas circunstancias.

¿Qué está dando signos de vejez exactamente?

Me refiero al desgaste de Keiko Fujimori como candidata y como representante natural de la derecha conservadora y ultraconservadora. Ya tiene claramente competencia y a eso se suma su debilitamiento por su situación legal por las investigaciones, fundamentalmente el caso Lava Jato. Son graves y pueden terminar con ella en prisión. En segundo lugar, a la clara pérdida de vigencia de Alberto Fujimori, que incluso después de entrar en prisión era visto todavía por varios como una alternativa. A un líder histórico ya en una vejez manifiesta y con quebrantos evidentes de salud, y una heredera rodeada de circunstancias controversiales, se suma el surgimiento de otras fuerzas de derecha y ultraderecha que llevan a pensar que los Fujimori están saliendo de la escena.

Alberto Fujimori.
ROBERT SULLIVAN
Alberto Fujimori.

Ese fue el sector protagonista, pero, fuera del fujimorismo, ¿queda algo del autogolpe en la cultura política del país?

Por supuesto. El fujimorismo reforzó y avanzó la tradición de una posición conservadora, fuerte, tradicional y profundamente autoritaria. Con todos los añadidos que le dio Fujimori fue parte de una tradición peruana. No puede olvidarse que, al fin y al cabo, el Perú fue durante la guerra de la Independencia americana el centro de la reacción colonial. Si se deja de lado a Bolivia, fue el último bastión realista en América del Sur.

Y fue fuerte, porque se trató de la sede virreinal más importante junto con la de México. Se formó en los genes de esa colonia una clase dominante con una profunda relación con el pensamiento, la práctica y el instinto conservadores, muy dada a los caudillos fuertes. Y Fujimori, a su manera, fue parte de eso, con una visión algo más popular, populista en el sentido estricto del término, que la de otros.

¿Esta esa mentalidad caudillista todavía presente?

Totalmente. Lo paradójico es el hecho de que a fines de los 1960 y 70, cuando dictaduras contrainsurgentes cubrieron prácticamente todo el hemisferio, Perú fue uno de los pocos países que tuvo una dictadura militar con tendencia hacia la izquierda y hacia la reforma social.

La reacción histórica y el odio de las clases dirigentes hacia Velasco Alvarado se explica solo porque había ido en contra de lo que habían sido sus posiciones tradicionales. Son clases extremadamente conservadoras, en las que prendió con cierta facilidad el llamado de la reacción derechista que se ha dado en todo el mundo.

De ahí que sea difícil sorprenderse del crecimiento de una suerte de caudillo derechista como Rafael López Aliaga (líder del partido Renovación Popular) o el grupo un poco más amorfo de Hernando de Soto (excandidato presidencial por Avanza País). No por casualidad, también este es uno de los países donde el Opus Dei ha podido crecer con mayor fuerza.

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Militares en las calles de Lima el 5 de abril de 1992.

Uno de los elementos heredados de aquel gobierno autoritario es la Constitución actual, que el partido del presidente Castillo propone reformar. ¿Es un marco válido de convivencia o más bien una rémora que hay que superar?

Ni lo uno ni lo otro. Si bien hay una serie de cosas en ella que no permiten que una democracia funcione adecuadamente, como lo que se refiere al ordenamiento económico, se debe recordar que Perú ha vivido a partir del año 2000 el periodo ininterrumpido de democracia más largo de su historia. Casi nunca en condiciones óptimas, mirando muchas veces al abismo, pero bajo esa Constitución siempre ha logrado sobrevivir.

También hemos tenido varios años de un crecimiento económico sostenido. Con una muy mala distribución de los ingresos, pero un crecimiento que de una u otra forma nos afectó a todos. Lo que se mostró es que, adaptándonos de una forma más o menos pragmática a la situación, es posible avanzar en democracia. No creo que sea una salida o una solución esa insistencia de las izquierdas en tener una nueva Asamblea Constituyente. Es el viejo vicio latinoamericano de creer que si cambias la ley cambias el mundo.

Ha señalado algunos de los cambios que se produjeron en Perú tras 1992. Con un sistema democrático que, pese a sus problemas, sigue en pie y un crecimiento económico sostenido, se consiguió además terminar con Sendero Luminoso. No parece un balance desastroso.

No es un balance desastroso. En cuanto a lo de Sendero, debo decir que no fue fruto solamente de una acción directa. Lo que precipitó su implosión fue la captura de Abimael Guzmán por un grupo relativamente pequeño de policías que se constituyó y actuó durante el período democrático y que durante el gobierno de Fujimori hizo todo lo posible por moverse en la sombra para protegerse de la influencia de su asesor Vladimiro Montesinos, que preferían grupos especiales como el Grupo Colina. Guzmán era el principal punto de fuerza de Sendero Luminoso y a la vez su principal debilidad. Cuando cae, hay una implosión en general. El culto extravagante a su personalidad hizo que no hubiera ninguna posibilidad de reemplazo.

Como balance ¿diría que el Perú que quedó tras Fujimori es un país mejor o peor que el de 1992?

Perú era en 1992 un país profundamente herido. Se encontraba en un peligro existencial después del avance de la insurrección senderista, que se insertó a la fuerza en el tejido nacional. Hasta ese momento el Estado peruano no había encontrado la manera de hacerle frente. Era un país desesperado que estaba todavía bajo los efectos terribles de la hiperinflación. Entonces Fujimori asumió el poder y llevó a cabo las reformas que Mario Vargas Llosa había propuesto en su candidatura fallida de 1990 y que Fujimori había rechazado.

Logró estabilizar la economía, pero la lucha eficaz contra la hiperinflación pudo hacerse en otros países en contextos muy diferentes. Y los elementos que llevaron a la captura de Guzmán ya estaban dados. Sería necio negar que las reformas para contener la hiperinflación, haber inaugurado una economía que salió adelante, y haber terminado operativamente con la amenaza de Sendero, le hicieron bien al país. Pero el punto es que en absoluto hacía falta una dictadura para lograr todos esos cambios.

Otra vez un 5 de abril, Perú vivió un episodio de inestabilidad con la declaración de emergencia del presidente Castillo. ¿Hay algún paralelismo entre ambas situaciones?

El 5 de abril ha desarrollado una suerte de aura tóxica. En 1992 tuvimos medidas destructivas para la democracia con el golpe de Estado y treinta años después hemos tenido medidas lesivas para la misma. En ambos casos son dañinos para la democracia, pero hay grandes diferencias. El golpe de Fujimori fue una acción autoritaria largamente planeada y organizada. Lo de Castillo es totalmente improvisado y no tiene como fin una dictadura, sino que es una reacción al desgobierno producido principalmente por la improvisación y la incapacidad. La ineptitud de las personas que se han nombrado en cargos claves, junto con su ansia depredadora han llevado a esta situación en una sociedad peruana aún traumatizada por la tragedia del covid.

En los últimos meses Castillo, como hizo Fujimori en su momento, ha denunciado el obstruccionismo del Congreso y ha criticado a los medios de comunicación. ¿Hay riesgo de que también él siga una deriva autoritaria?

Ninguna posibilidad. Primero, porque, aunque Fujimori no era una persona precisamente culta, tenía un cierto grado de educación y había sido rector de una importante universidad. Pudo tener un grupo de técnicos y contaba además con Montesinos, que pudo garantizarle la lealtad de las Fuerzas Armadas. Eso fue fundamental para el éxito del proyecto autoritario de Fujimori. También hizo toda una reorganización del sistema de inteligencia para controlar la cúspide de los organismos de seguridad. Con eso pudo llevar a cabo el golpe de Estado, y como el país estaba destruido, la gente esperaba un liderazgo que evitara el naufragio total.

Castillo no tiene formación, ni idea de lo que es un gobierno, ni conocimiento ni horizonte de quién es quién en la política peruana. Está vinculado a un partido que no es el suyo, con un dirigente de ese partido que se siente por encima de él. Tiene un conocimiento muy tenue de lo que son las fuerzas de seguridad. No, no estaría en condiciones de hacer algo así.

Persiste un bloqueo institucional entre el Ejecutivo y el Congreso, y las encuestas muestran un creciente descrédito de los políticos. ¿Podríamos ver un escenario en que algún candidato se presente como una solución autoritaria como en 1992 hizo Fujimori?

Como lo hizo Fujimori ciertamente no, por lo que acabo de decir. La posibilidad de que un caudillo fascista esté en condiciones de tomar el poder es un peligro real, no solo en el Perú. Hay un resurgimiento de la ultraderecha en América Latina y en el mundo entero. Es posible que venga alguien a prometer un puño de hierro para solucionar los problemas, con la creación de una serie de enemigos reales o imaginarios para concentrar la ira de la gente. Pero es un peligro no solo aquí.

¿Quién podría encarnar ese peligro hoy en Perú?

El líder político de la ultraderecha fascista, Rafael López Aliaga. Pero hay muchísimas dudas sobre si él podría hacer todo eso. Hay intentos de movilización de ultraderecha que no se veían en Perú desde la década de 1930, pero que esto se concrete en una toma del gobierno lo veo difícil.

Estos días se debate en los tribunales la posible liberación de Alberto Fujimori. Usted fue una de sus víctimas. ¿Qué cree que se debe hacer con él?

No me considero una víctima. Fui objeto de un ataque, el secuestro, y luego me enfrenté a la dictadura como ciudadano y como periodista. Contribuí a su caída. Más que una víctima, me considero muy afortunado al lado de aquellas personas que fueron asesinadas y de las familias que perdieron a sus seres queridos.

Pintada contra Fujimori, en una imagen de archivo.
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El autgolpe inauguró una época de gobierno autoritario.

Digo víctima porque lo fue de uno de los delitos por los que Fujimori fue condenado.

Se le puede llamar como se quiera. Lo que quiero decir es que el enfrentamiento con la dictadura lo tomé como ciudadano que cree en los valores fundacionales de la República. Estuve muy orgulloso en el momento en que conseguimos derrocar la dictadura y fundar una democracia que, por desgracia, resultó muy inferior a lo que debió haber sido. Yo defendí la posición de luchar incondicionalmente contra la dictadura de Fujimori hasta derrocarlo. Por eso fui considerado uno de los radicales de la oposición, en la que muchos pensaban en la necesidad de negociar. Sin embargo, una vez derrotado, juzgado y encarcelado, considero que el exceso punitivo no le hace ningún favor a una democracia.

Uno debe ser fiero en la lucha y magnánimo en la victoria. Después de todos estos años en prisión, estando clara y evidentemente desgastado, en un estado que por momentos parece ya en la decrepitud, luego de pasar un número no menor de años en prisión y no representando ya un riesgo para la estabilidad democrática, creo que si tiene el valor de pedir disculpas por lo que hizo, el Estado peruano y la sociedad deberían ser magnánimos y darle la posibilidad de una prisión domiciliaria o una libertad con restricciones. La historia enseña claramente que cuando uno es se encarniza con los derrotados, se siembran las semillas de la próxima contienda.


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