La semana pasada, el escritor británico recibió el Premio Nobel de Literatura. Su primer editor en la editorial Faber & Faber recuerda el ascenso de su carrera y destaca su calidad humana

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17 de octubre de 2017, 4:00 AM
17 de octubre de 2017, 4:00 AM

En un minuto, el viejo amigo que conozco como ‘Ish’, desde hace casi 40 años,  estaba sentado en la mesa de su cocina, escribiendo  correos electrónicos, sin haberse duchado ni lavado el cabello. Media hora más tarde, los medios de comunicación del mundo estaban serpenteando por el camino de su casa en Golders Green, al norte de Londres. “¿Cómo demonios sabían dónde vivía?", comentó luego perplejo, a la hora de revisar  un día de acontecimientos ‘extraños’. Fue hasta que la BBC confirmó la noticia que empezó a acomodarse para hacer frente al gran honor que le habían concedido los suecos.

El más reciente premio nobel de Gran Bretaña nació en Nagasaki en 1954. Su madre, que sigue viva y se enorgullece enormemente del logro de su hijo, sobrevivió a la bomba atómica. Su padre, un oceanógrafo, trasladó a su familia a Inglaterra en 1959, estableciéndose cerca de Guildford, Surrey. Ish siempre ha dicho que sus padres no tenían la mentalidad de los inmigrantes porque siempre pensaron que volverían a casa. Tenía 15 años y seguía siendo el único chico no blanco en la escuela y no había tomado todavía una decisión final de quedarse.

Cuando lo conocí  en el vestíbulo de Faber & Faber en 1979, yo era un joven editor que buscaba nuevos talentos en el nuevo curso de escritura creativa de la UEA, donde sus tutores eran Angela Carter y Malcolm Bradbury;  Ish llevaba una guitarra y una máquina de escribir Olympia portátil en un elegante estuche azul. Tenía unos  pantalones vaqueros y pelo largo (admirador de Bob Dylan). Estaba escribiendo canciones y ambicionaba convertirse en intérprete. (Aún toca la guitarra casi todos los días). Pero ya había adquirido el espíritu amateur de la tradición literaria inglesa. Había incursionado en la  ficción, para lo cual había estudiado en UEA. Fueron tres de sus cuentos los que me  ofreció en Faber.

No los he vuelto a leer en años, pero no puedo olvidar la calidad única de su escritura; una extraña mezcla de inglés  clásico  y prosa japonesa. Aunque había  inevitablemente alguna influencia de Ian McEwan, era inequívocamente el trabajo de un escritor joven con una nueva voz. Rápidamente firmamos con él  y poco después me encantó recibir de su agente, Deborah Rogers, 100 páginas de su primera novela, por las que pagamos sin vacilar la extravagante suma de 1.000 libras esterlinas.

Cuando en 1982 se publicó Pálida luz de la colina con gran éxito, los críticos comenzaron a colocar a Ishiguro en un género entonces desconocido, la de los escritores ingleses cuyas vidas tenían ascendencia ‘exótica’ no inglesa, como Salman Rushdie y Timothy Mo.

Ish, sin embargo, era siempre difícil de clasificar, no era ni una cosa ni otra. Era  atento y reservado, un hombre altamente sintonizado con los matices de cualquier situación. No hacía alboroto por nada, ni en la vida diaria ni por escrito. Generalmente parecía ese raro artista sin ego, aunque yo sabía que estaba íntimamente relacionado con sus creencias y actitudes profundamente arraigadas en él. Una constante en su carácter y carrera ha sido su humanidad y  buen humor.  

En sus primeros años como escritor trabajaba en un centro de caridad de Cyrene, en Notting Hill, donde conoció a su esposa, la trabajadora social  Lorna MacDougall. Cuando se casaron en 1986, el escritor irlandés Des Hogan fue el  testigo de la boda. Aquella ocasión improvisaron  un ramo arrancando una ramita de flor de cerezo de un árbol en el camino a la oficina de registro civil. 

En 1983 fue elegido por la revista  Granta  El mejor de los jóvenes novelistas británicos. Era el más joven de un grupo que incluyó a Martin Amis, a Julian Barnes,  Guillermo Boyd,  Ian McEwan y a  Salman Rushdie. Él aún  no era  ciudadano británico, así que tomó la decisión práctica de convertirse en uno. “No podía hablar japonés muy bien", ha dicho. “Pero me sentí británico y mi futuro estaba en Gran Bretaña. Además  me haría elegible para premios literarios". 

Pero él, todavía se ve como japonés en Japón, y se celebra como uno de los suyos.

El próximo libro de Ish, Un artista del mundo flotante (1986), mi favorito entre sus novelas, es uno de los títulos que aseguró su reputación. Transcurre en el Japón de la posguerra y describe la vida agonizante de un pintor frente a las vergüenzas secretas de su pasado.

El libro ganó el Premio Whitbread, e Ish se convirtió en parte integral de la escena literaria. 
Ish tiene muchas teorías sobre el proceso creativo, aunque rara vez discute su propio trabajo en profundidad. He pasado cientos de horas en su compañía, sentado sobre sus textos  mecanografiados, pero nunca, por lo que recuerdo, se acercan a una conversación en profundidad sobre lo qué está tramando. En cambio,  como compositor se deleita con la narración en primera persona; y sí, hay un lado casi gótico en su imaginación; pero es muy lejano. Creo que aprecia el misterio de su arte, aunque eso nunca le impedirá profundizar en su próximo tema.

Sabía que algo había sucedido cuando, en algún momento de 1987, me dijo que había estado leyendo a PG Wodehouse y empezó a entusiasmarme con Right
Ho, Jeeves. Dos años más tarde, entregó Los Restos del día, con el  que  ganó el Premio Booker en 1989, seguido de Los inconsolables (1995), la que es posiblemente su obra maestra, una novela hipnótica sobre los ensayos de un pianista de conciertos itinerante, inspirado en parte en la vida de Ish en el circuito de promoción literaria.

Hemos permanecido amigos desde entonces, y aunque ya no edito su trabajo, Ish y yo siempre nos encontramos para ponernos al día, por lo general mientras comemos comida china, una tradición en nuestra larga relación. Mi amigo es ingenioso, cariñoso y discreto, con profundas reservas de sabiduría y simpatía. En un mundo frenético, inquieto e inestable, es una voz de cordura, decoro, humanidad y gracia.
La Academia Sueca debería estar orgullosa de sí misma.