Característica. Si hubo una constante en la vida de Bowie, esa fue la voluntad de control sobre la percepción pública de su persona 

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14 de enero de 2017, 4:00 AM
14 de enero de 2017, 4:00 AM

Ya podemos proclamar que 2016 ha sido el año de David Bowie. Se ha reiterado su colosal importancia como músico, ícono de su tiempo y alquimista cultural. Su último lanzamiento, Blackstar, ha conseguido una rara unanimidad, encabezando las listas de final de año. 


Como suele ocurrir, cuando se destapa el tarro de las alabanzas, se multiplican los excesos. He leído incluso que, en Blackstar, Bowie fue tan audaz que ¡hasta se atrevió a trabajar con músicos de jazz! Se olvida que, en décadas pasadas, ya colaboró con Pat Metheny o Lester Bowie, por no hablar de su descubrimiento del pianista Mike Garson.


Asunto más peliagudo es la naturaleza de Blackstar, interpretado ahora como una especie de meditado testamento de la estrella. En realidad, según el recién estrenado documental David Bowie: the last five years, el disco ya estaba empaquetado cuando supo que no había soluciones para su cáncer. En ese momento andaba rodando el video de Lazarus, donde se supone que se deslizan mensajes de ultratumba; según el realizador Johan Renck, todo estaba guionizado cuando todavía latía la esperanza de la curación.


Bowie no era precisamente un cantautor confesional a lo Leonard Cohen: manipulaba su imagen con el mismo deleite con que utilizaba los más variados estilos musicales, sin perder el sentido del espectáculo. Pudo jugar en las letras de Blackstar con el futuro impacto del conocimiento de su enfermedad, seguramente convencido de que podía superarla. 


Según algunos amigos de Bowie, quería mantener abiertas sus opciones. Eso conecta con que lo ocurrido el 10 de enero de 2016 fue un suicidio asistido. Ya que mencionábamos a Cohen: la noticia de su deceso fue retrasada varios días, quizás para que no coincidiera con el terremoto informativo del triunfo de Trump.

Voluntad de control
Si hubo una constante en la vida de Bowie, esa fue la voluntad de control. Control sobre su obra, su entorno, la percepción pública de su persona. Resulta un poco decepcionante saber que, a la hora de grabar el anterior disco, The next day (2013), obligó a los músicos a firmar contratos de confidencialidad, reforzados por serias amenazas de su oficina de management. 


Francis Whately, el director de The last five years, alegó “respeto por la privacidad” para justificar que no entrevistara a la viuda, los hijos, los empleados íntimos. Son labores enojosas pero indispensables, que ahora quedan para futuros biógrafos. No se les envidia la tarea: el primer libro que salió tras su fallecimiento, On Bowie, venía firmado por Rob Sheffield, un periodista musical establecido, que trabaja para Rolling Stone; aunque residente en Nueva York, Sheffield nunca osó acercarse a David. Se entiende: su encanto era abrumador y habría acabado con cualquier pretensión de objetividad