Ha vuelto a escena L.O.V.E., la obra de Sebastián Romero, que Pez Plátano presenta viernes y sábado hasta el 10 de agosto en el CCP. Aquí una reseña de esta

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27 de julio de 2019, 4:00 AM
27 de julio de 2019, 4:00 AM

Esta obra, en la que el punto más alto es la muy buena actuación, transcurre en dos espacios a veces simultáneos: el acá, el que vemos, y el allá, donde sucede lo que no se ve pero se adivina.

El acá es una calle, en la noche, primero poblada solo por un mendigo (Juan Montefinale), algo loco, pero también filósofo y visionario, que en su primer monólogo nos advierte que en la vida todo puede suceder en un segundo. Cuando el mendigo desaparece, van apareciendo sucesivamente los otros personajes, todos disímiles, pero también todos similares, salvo por ráfagas salvadoras, en su individualismo cruel, en su inhumanidad.

Los personajes

Así tenemos a Doña (Paola Ríos), que convive con sus ratas (que tal vez son un símbolo de la descomposición de su propia vida), pero que ahora ha decidido eliminarlas con el veneno que acaba de comprar; luego a La chica (Glenda Rodríguez), que odia todo, que se rebela contra todo (pero que, sin embargo, será la que mostrará retazos de humanidad y compasión).

Entre ambas se establece una especie de diálogo, que al principio está hecho más de monólogos intercalados porque ninguna de las dos sale de su individualismo, porque no son ya capaces de mantener una comunicación humana, de sacar a luz sus sentimientos más auténticos, hasta que se produce una especie de paroxismo en que la Doña estalla y revela que ella coge, coge y coge, pero claro, coge sí, sin embargo, no hace el amor.

Mientras tanto, la Chica también nos ha hecho saber de su odio a una vieja compañera de colegio a la que acaba de ver, que en los tiempos escolares vivía tocándose los genitales y oliéndose la mano, a la que la Chica, le había tendido una trampa y la había hecho víctima del escarnio, pero que ahora, horrorosamente, parece ser feliz. Y entendemos así, que la felicidad no sólo es un fruto raro, sino que los escasos felices, son objeto de rencor. Mientras tanto, en “el allá” que no se ve, se oyen explosiones horrorosas que crean temor en las dos mujeres. Aparece luego el Hombre (Raymundo Ramos) que viene escapando de allá, que llora desesperado porque le han matado a su caballo, que ha visto lo que allá pasa, que ha visto muchos cadáveres humanos, pero que sufre por su caballo, no por la tragedia que allá sucede.

Apocalipsis

Finalmente, y en medio de ruidos apocalípticos, aparece el Contratista, ataviado y armado como militar, que es una especie de sádico matón de barrio, seductor y acostumbrado a mandar, que tiene la misión de llevar a todos allá, hecho al que los demás se oponen. Pero el contratista representa la fuerza y el poder y terminará llevándolos “allá”, donde todo sucede en realidad, a esa especie de intuido infierno al que todos están destinados. El Mendigo, que reaparece al final, el más lúcido de todos a pesar de su locura, concluirá recordándonos que “todo puede pasar en un segundo” y el público entiende, que en este mundo, lo más ausente es el amor, lo que no hay es ‘L.O.V.E’.

El texto, muy bien escrito, de Sebastián Romero, es bastante hermético, tal vez con el propósito de generar más preguntas que respuestas, porque, como van las cosas, es muy poco lo que se puede responder y lo que queda vigente son las preguntas, aquellas que nunca serán respondidas, en un mundo oscuro en el que ya nadie se entiende, en el que ya casi nadie sabe amar. Un mundo que carece de ‘love’

Prolijas la dirección y la puesta en escena de Fred Núñez, que favorecen una actuación fluida y sobresaliente, verosímil y que hace posible la generación de un suspenso creciente, aunque no haya una revelación final, aunque cada uno se vea obligado a hurgar en su interior para hallar la respuesta.

Circo

Así, L.O.V.E. es un buen espectáculo, singular por su concepción, que genera inquietud, reflexiones e interrogantes y que nos deja, principalmente, la satisfacción de haber presenciado actuaciones que exigen a los actores abismarse en los recovecos más oscuros de sus emociones, las que llegan por momentos al paroxismo. Todo lo anterior no es sólo un logro de los protagonistas, sino también, de una dirección eficaz y precisa.

Fui a ver la obra con Emilio Gasaui, y en ella reconocimos a tres de nuestros exestudiantes de la Escuela Nacional de Teatro (Rodríguez, Ramos y Núñez) y sentimos la satisfacción de verlos crecer. Emilio, profesor de Acrobacia de dicha escuela, me habló, mientras cenábamos luego de la función, de la Escuela de Circo que quiere crear en Santa Cruz. Me habló, por supuesto, de las dificultades que eso significa. Yo, que tengo una larga amistad con Emilio, sé que es un ser excepcional, un artista completo, pues más de una vez hemos hablado de su concepción del profesional del circo, que más allá de las pericias técnicas, tiene que tener la capacidad de sentir para poder transmitir, para que no quede simplemente en la perfección carente de vida.

Yo sé, y eso es lo maravilloso, que Emilio es un hombre al que le sobra aquello que reclama la obra que terminábamos de ver, a Emilio le sobra ‘love’.