La historia de un niño de ocho años y su madre, publicada por EL PAÍS, ilustra la tormenta que se cierne sobre el sur de la capital española con la crisis del coronavirus

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27 de octubre de 2020, 10:27 AM
27 de octubre de 2020, 10:27 AM

Andrei sueña con ser youtuber. Fantasea con superar las pantallas de un videojuego, comentar cada partida en compañía del público y enriquecerse con ello. Como hace su adorado Plech, un invencible adolescente mexicano que prospera en la economía de creadores gracias a cinco millones de seguidores en la red. La diferencia entre uno y otro es que Andrei carece de lo más básico para triunfar en la profesión: conexión a Internet y un ordenador. Su familia no puede pagarlo. “Si me hiciera famoso le daría dinero a mamá”, suspira este chaval de ocho años al salir del colegio. En su mochila caben más pesares que libros de texto.

El mundo que conoce Andrei se tambalea. Sus padres planean separarse. Él es un peón de obra rumano al que solo a veces le surgen chapuzas menores. Entra y sale de casa como un fantasma. Ella, nacida en Bolivia, acaba de perder su empleo de cocinera a causa de la crisis sanitaria. Una carta dinamitó del todo su relación: el contrato de alquiler del piso donde viven finalizó el mes pasado y su propietaria rechaza renovarlo.

Quiere venderlo en previsión de un futuro que augura desolador. El abogado de oficio cree que no puede echarlos de un mes para otro después de casi nueve años. Siempre pagaron la renta de 400 euros y les ampara la moratoria gubernamental en materia de desahucios. Una circunstancia que no disuade a Karen, la madre, de empaquetarlo todo por si acaso.

“Es muy difícil mantener una relación cuando suceden tantos problemas a tu alrededor”, cuenta ella, de 45 años. “Andrei se entera de todo. Es muy listo, aunque algo distraído e introvertido”, prosigue. Como respuesta a todos esos cambios el niño parece cobijado en las musarañas. Ha inventado su propio universo interior. Una mezcla de cálculo matemático para primaria, estrellas de YouTube y dibujos animados.

Su profesora relata que el colegio es para él como un oasis de calma en mitad de la tempestad. Cuando en marzo ese refugio cerró, a causa del estado de alarma, Andrei tuvo que apañárselas en casa. Una vecina lo cuidaba por tres euros la hora hasta que su madre volvía del restaurante a las ocho de la noche.

Entonces Karen vencía al cansancio con un último esfuerzo y lo ayudaba a terminar los deberes. Después los fotografiaban y enviaban por WhatsApp a la profesora. Para educación física grababan juntos ejercicios y coreografías. Madre e hijo utilizaban una tarjeta prepago de Internet.

Cada semana la recargaban con cinco euros en el mismo locutorio al que se dirigen muchos días después del colegio. Se encuentra a dos manzanas de su casa, en Villaverde, el tercer distrito de la ciudad más afectado por el desempleo. Con la crisis sanitaria el paro ha registrado aquí un aumento del 25%. Quizá por eso el dueño del establecimiento ha congelado los precios. Los 15 minutos de ordenador cuestan unos 20 céntimos.

Mientras Karen consulta el portal del Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE) en el locutorio, Andrei mira videos en la pantalla contigua. Su youtuber de cabecera reseña fenómenos virales —desde memes hasta chistes o recetas de cocina— y el niño puede pasar horas enlazando una recomendación con otra. El límite lo establecen las monedas que su madre lleve en el bolsillo. Reflejadas en los ojos de Andrei, las historias que pueblan la red parecen de otro mundo. En ellas proliferan jóvenes personalidades aparentemente libres de preocupaciones. Graban sus monólogos desde dormitorios recién pintados, luminosos y equipados con muebles de estilo nórdico. Nada que ver con un desvencijado bajo con patio interior como el de Karen y Andrei.

“Algún día conseguiré una casa genial. Pero todavía no, todavía no quiero irme del piso donde vivo”, deja caer el chico, sentado frente al ordenador. A veces coge aire con dificultad. Andrei fue un bebé sietemesino que nació en Madrid con insuficiencia respiratoria. Su primera visión de la vida fue a través del cristal de la incubadora.

Pasó un año entero en el hospital a causa de la enfermedad. Al milagro de su supervivencia precedieron nueve abortos. Karen colgó de la cuna un rosario de cuentas blancas que todavía conserva. Su fe, dice ella, permanece intacta. Por eso quiere que el chaval se prepare para recibir la primera comunión. Juntos suelen acudir a misa los domingos. Allí contactaron con Mensajeros de la Paz, la asociación del padre Ángel.

Karen enfila cada día el camino hacia el comedor social que la entidad tiene en Villaverde. Allí recoge fruta y verdura, tápers con platos preparados y leche. Necesitará de esa ayuda, al menos, hasta que ingrese por primera vez la prestación por desempleo y el finiquito. Ella sospecha que su jefe solo le dio de alta en la Seguridad Social por media jornada, pese a que trabajaba ocho horas en el restaurante. De ser así, percibirá un paro mucho menor de lo esperado. El asunto está en manos de otro abogado, distinto al que se ocupa del desahucio. En cuestión de días su vida se ha convertido en materia de estudio para trabajadores sociales y togados. Rellena impresos, se asoma a ventanillas, guarda colas y hace largas llamadas.

No es la única. Los primeros síntomas de la crisis que viene se hacen notar en el barrio. El trabajo escasea, dice Karen. De camino a casa se oye una pelea en los billares. Dos tipos salen a puñetazo limpio del local. “El ambiente se siente más tenso”, cuenta ella. A pocos metros una vecina le pide algo de pollo que echarle al caldo de la cena. Karen contesta que ahora ella no está para ayudar a nadie; más bien para que la ayuden. Ambas se detienen en la acera y charlan sobre la familia del otro lado del charco.

Andrei suelta la mano de su madre y se sienta en un banco. Saca la agenda de la mochila y consulta sus esmeradas anotaciones del colegio. Al cerrarla muestra una frase impresa en la portada: No bad days. “Vámonos a casa, estoy cansado”, le pide a su madre. /(El País)