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27 de junio de 2018, 4:00 AM
27 de junio de 2018, 4:00 AM

Sentarse a ver la tele cuando juega Argentina, es como sentarse a una silla eléctrica. Es toda una película de suspenso. Si no gana, es porque Messi no mete un penal, si pierde es porque Caballero se manda una burrera y, pese a los mazazos que recibe, reflota como ayer.

Pienso que vimos ingresar a un equipo que más que huevos puso el corazón y la tranquilidad. El primer tiempo ya ganaba y el segundo estaba para rematar el partido pero faltaba un detalle; tenía que hacer sufrir a su gente.

Siempre en la vida argentina tiene que haber un bandoneón de tango, que llore por la percanta que se fue con otro. Pero hoy los argentinos amanecerán felices, aunque su moneda los mande al mismísimo FMI.

 Cuando les metieron un gol de penal se las vieron negras,  porque ello decretaba hacer maletas rápidamente y volver a casita, con lapidación de redes sociales incluida.

Volvió una Argentina desordenada, ensangrentada como la cara de Mascherano, pero del horizonte negro pasó al rojo del renacer, porque Rojo a quien ya lo habían archivado en el anterior partido, surgió con un zapatazo en medio de la impresión, improvisación y eliminación.

Al clasificarse, mi suegra me pidió volver a Santa Cruz para seguir viendo el fútbol. Seguirá brindando con vino porque se viene Francia para Argentina y ella seguirá buscando pretextos para seguir bebiendo y contando dulces mentiras.

Ella, no es argentina pero es albiceleste desde hace tiempo. No solo por Messi. Me contó que cuando era niña tenía una tía contrabandista que traía mercadería de la Argentina y ahí vio, en vivo y en directo, jugando en la cancha de Independiente a Bochini, con quien llegó a tener una relación amorosa, clandestina y fortuita, cosa que no le creo.

Esa es mi suegra que me trajo a Tarija para estar más cerca de suelo gaucho, respirar la hazaña argentina y beber vino en vaso grande.